Una analista de confianza, madre soltera, proveniente de las oficinas de la Dirección General de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas de la Secretaría de Cultura Federal, llega a la Unidad de Culturas Populares de Puebla. Dicha dependencia depende de la dirección general antes citada. Al llegar, la analista, chilanga recién importada, va de asombro en asombro respecto de las faltas de ética, los abusos de confianza, los excesos laborales de la unidad. Empieza a manifestar su incomodidad porque las compañeras, en particular el único compañero varón, la hostilizan de múltiples formas. Su condición de trasterrada la hace vulnerable al acoso, a los enfrentamientos, a las peleas por las hojas, las plumas, los lápices o cualquier material de trabajo. Ha venido a vivir a la ciudad del chile en nogada arrastrada por sus circunstancias familiares. Su madre le ha quitado a su hijo por la vía legal y se lo ha traído a Puebla. Si quiere verlo, debe vivir en el mismo estado y la misma ciudad. Luego de 6 años en la Dirección General de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas de la Secretaría de Cultura Federal, la muy ingenua piensa que se acabaron los chismes demoledores, las rencillas y las intrigas de su oficina chilanga. Nunca contó con que los empleados de Puebla eran todos de base y los cubría con su impermeable rojo sangre el “Sindicato”, así, con mayúsculas. Todos sabemos —y los que no lo hemos vivido lo podemos imaginar— que los sindicatos son los protectores de las cuotas de sus protegidos. En eso radica su poder. Los empleados pagan en cada recibo de nómina la dádiva que los vuelve intocables. Y mañosos.
En otra parte del castillo del mal donde operaba —ya se mudaron a otro edificio con igual carga de historia y fantasmas— la Unidad de Culturas Populares de Puebla, la jefa, una doctora cuyo primer nombre, de origen romano, le queda grande e incómodo, ya que en los tiempos clásicos se le asociaba con una persona delicada, sutil y refinada, reacciona con miedo ante las amenazas del sindicato, apercibido por su enlace estrella, el único compañero varón, de larga prosapia burocrática, sobre la incómoda presencia de la expatriada de la capital mexicana.
No la quieren, pues. Le hacen la vida de cuadritos por su vestimenta, su intolerancia a los parloteos constantes y al olor de las memelas siempre presentes en los escritorios de sus compañeras, pero también por su apariencia un tanto desacomodada, como de viajera permanente del metro y, sobre todo, por su inclinación sexual. Lesbiana ella, pronto empiezan a acusarla de acoso sexual contra las nada apetecibles mujeres de la oficina. Todo por miedo, porque no entienden que la discriminación por preferencias sexuales, origen y cultura es un delito. O quizá sí lo entienden, pero ahí está el ultrapoderoso sindicato para apoyar a cualquiera que sea señalado por discriminación o violencia de género.
Por supuesto, en esta mezcla maligna uno de los ingredientes más poderosos es la envidia. Al parecer, la compañera chilanga es la única con título universitario, aunque alguno por ahí presuma el suyo obtenido a través del Acuerdo 286 de la SEP, es decir, sin haber estudiado una carrera, sólo por experiencia profesional. Por lo tanto, ella escribe de manera correcta los informes y hace planes y programas que se pueden entender sin tener que pasarles el corrector ortográfico.
Un día —en las historias de terror, un elemento desconocido transforma una atmósfera plácida en una atmósfera de tensión, de agobio, que da paso a una anomalía que desestabiliza la placidez— la compañera chilanga, harta de tanta inquina, se permite anunciar en voz alta a los presentes: “Los voy a matar”. Por supuesto, la bola de nieve empieza a rodar hasta convertirse en una acusación sólida frente al sindicato. Los chismes se transforman en una exigencia por obtener, aunque sea de manera ilegal, el expediente médico de la transgresora, para confirmar que tiene algún diagnóstico psiquiátrico. Y lo obtienen con la ayuda y la simpatía de la encargada de las cuestiones administrativas de la Dirección General de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas de la Secretaría de Cultura Federal, quien entrega el expediente sin reparar en las leyes de protección a la privacidad, sobre todo en el ámbito gubernamental. En tal expediente se especifica que la compañera chilanga padece de depresión y se le recetan ansiolíticos para sobrellevarla, con terapias recomendadas en el área de psicología, que en el ISSSTEP es zona muerta. Por dicha razón, la protagonista de esta historia busca ayuda en otras instancias para poder enfrentar la guerra de todos los días contra ella. Pero de ahí, esta historia da un brinco al estilo de John Carpenter: los compañeros de la unidad juran sobre el Malleus Malleficarum que la chilanga les va a cortar la cabeza con el machete que siempre lleva cargando, quizá porque la ven siempre con una mochila de gran tamaño en lugar de las bolsas chinas que sus compañeras compran por 200 pesos en los locales del centro de Puebla. Después de los efectos especiales (hablamos de la música discordante en la película de Carpenter), el acoso contra la madre soltera arrecia. Ella demanda al acosador mayor a través del CEDH, es decir, la oficina de los derechos humanos de Puebla, que por negligencia y cambio de administración atiende tarde, mal y nunca la demanda de marras. Cuando, gracias a la presión ejercida por la misma demandante, al cabo de un año llega la demanda a las oficinas centrales, entran en acción los procedimientos de emergencia que esa institución tiene para salvaguardar los intereses de sus empleados de base: le echan encima al Comité de Ética de la DGCPIyU del Gobierno Federal. Alertados por la consigna de acabar con la revuelta, y a pesar de que la compañera está en estado de indefensión por no tener avisos previos sobre lo que se le viene, le echan encima el manual de procedimientos y la obligan a defenderse sin testigos y sin pruebas suficientes. Ya para ese momento la habían mandado sin viáticos ni alojamiento a tomarle fotos a los altares de muertos de Huaquechula y áreas circunvecinas, todo con tal de alejarla, fastidiarla para obligarla a renunciar. Por supuesto, su estatus de madre soltera le impedía pensar en esa posibilidad. Anda a pie kilómetros y kilómetros bajo el sol de la mixteca porque no cuenta con recursos para movilizarse. En consecuencia, se empieza a quejar por whatssap con su jefa mediante mensajes cargados de malas palabras dirigidas a sus inertes compañeros, no a su jefa. Esos whatsapps enviados en confianza a su superiora resultan más efectivos que el imaginario machete. El Comité de Ética falla en su contra. Acto seguido, en expedición punitiva, sorteando las inclemencias del tiempo, la directora de la DGCPIyU de la ciudad de México se deja venir a Puebla con su abogado y una carta de renuncia para la protagonista de esta historia, que ahora ya está desempleada, llena de deudas, ella sí, con la espada de Damocles encima de su cabeza, pues su madre volvió a alejarla de su hijo, cuya patria potestad no puede pelear si no tiene pronto ingresos, en un limbo sin ley, sin garantías para las mujeres más desfavorecidas, sin su fondo de ahorros que al parecer no le quieren entregar, como si al fin hubiera bajado las escaleras hacia el sótano donde la aguarda el espectro más terrible de esta historia: la posible inhabilitación, el robo de su fondo de ahorro, los inventos de sus ex superiores, que la despidieron con más rabia que nunca cuando ella se negó a firmar un documento donde alcanzó a leer que “la analista amenazó a su jefa y a la directora general con cortarles las manos con su machete”. La sangre escurre y alimenta la inacabable historia de injusticias contra las mujeres, los grupos minoritarios y todos aquellos trabajadores y trabajadoras de confianza sin derecho a nada.