Subamos a un expreso literario. El silbato anuncia la partida en Torquay, aquella ciudad costera bañada por la brisa del Canal de la Mancha, donde en 1890 nació Agatha Mary Clarissa Miller. Una niña de imaginación inagotable que hablaba con sus muñecas, componía pequeños poemas y leía con voracidad. Nadie podía sospechar que esa niña, que parecía esconderse tras los pliegues de una educación hogareña, terminaría conquistando el mundo con la misma arma que la acompañó desde siempre: la palabra. Hoy, más de cien años después, su nombre sigue brillando como la gran constelación del género policíaco: traducida a más de cien idiomas, con más de dos mil millones de ejemplares vendidos y con un título que nadie le discute: la reina del misterio.
Pero detrás del mito hay una mujer que vivió con intensidad y fragilidad a partes iguales. Fue, además, una mujer adelantada a su época que abrió brecha para escritoras que revolucionarían las páginas de la novela negra.
Su vida no fue un sendero recto, sino un laberinto tan complejo como los que diseñaba en sus novelas. Durante la Primera Guerra Mundial, trabajó como enfermera voluntaria en un hospital de la Cruz Roja. Allí aprendió a conocer los venenos, a respetar su poder y a comprender que lo invisible puede ser más letal que lo evidente. Ese conocimiento clínico se convirtió en su sello literario: nadie, antes ni después, usó los venenos con tanta elegancia narrativa como ella.
En lo personal, no todo fue misterio y gloria. Su primera gran caída llegó en 1926: la traición de su esposo, Archibald Christie, la llevó a una desaparición de once días que escandalizó al Reino Unido. Fue encontrada en un hotel, registrada bajo el apellido de la amante de su marido. Nunca explicó lo que pasó. Nunca. Ese silencio ha sido interpretado de mil formas: como un colapso nervioso, como un intento inconsciente de borrar su vida, como un acto de protesta imposible de descifrar. Para mí, como lectora y como mujer, ese episodio tiene la fuerza de una confesión tácita: hasta la reina del crimen podía quebrarse frente a la traición y el abandono. Porque el rechazo y el engaño marcan de tal forma que hacen trastabillar hasta a la más prolífica escritora de best-sellers.
Con el tiempo, volvió a levantarse. En 1930 se casó con el arqueólogo Max Mallowan, con quien vivió una de las etapas más luminosas de su vida. Lo acompañó a excavaciones en Irak y Siria, fotografiando ruinas, limpiando piezas antiguas —dicen que incluso con su propia crema facial— y observando un mundo distinto al de los salones ingleses. De esos viajes nacieron novelas memorables como Muerte en el Nilo o Asesinato en Mesopotamia, donde el misterio adquirió un sabor exótico y universal.
La otra Agatha
No podemos olvidar que, además de la reina del crimen, Christie fue madre. Su única hija, Rosalind, nació en 1919 y, aunque la relación entre ambas no siempre fue fácil, Christie trató de mantenerla a salvo del ojo público. En la intimidad, Agatha era una mujer hogareña, amante del té, del campo inglés y de los perros. Esa faceta maternal suele quedar opacada por la sombra de Hércules Poirot —el excéntrico detective belga de bigote impecable— o de Miss Marple, la perspicaz anciana inglesa que resolvía crímenes desde su apacible aldea. Pero sin duda la maternidad también marcó su mirada: detrás de la autora que imaginaba asesinatos perfectos, había una madre que cocinaba y cuidaba del calor doméstico.
Y, como toda escritora que no se conforma con un solo género, Agatha tuvo múltiples rostros. Bajo el seudónimo de Mary Westmacott escribió novelas románticas, donde exploraba emociones y heridas íntimas, muy alejadas del crimen. Eran sus desahogos, sus confesiones en clave sentimental, donde la fragilidad se mostraba sin disfraces.
Otro aspecto fascinante fue su relación con el teatro. En vida se convirtió en la dramaturga más representada del siglo XX. Su obra La ratonera (The Mousetrap), estrenada en 1952 en Londres, sigue en cartelera ininterrumpidamente desde entonces, con un número que superaba las 28 mil funciones a finales de 2024, y se ha adaptado al teatro en muchos otros países. Esa hazaña teatral no tiene precedentes y demuestra que el misterio, en sus manos, podía sostenerse noche tras noche sin perder frescura. Lo que llamo un éxito post mortem.
El cine tampoco se resistió a su ingenio. Grandes directores adaptaron sus novelas, y en la pantalla brillaron actores de la talla de Albert Finney, Ingrid Bergman o Kenneth Branagh. Asesinato en el Expreso de Oriente, Muerte en el Nilo y tantas otras historias encontraron una segunda vida frente a las cámaras, confirmando que la intriga que ella diseñaba en el papel podía electrizar también en la sala oscura.
Lo que más admiro de Agatha Christie es que nunca recurrió al exceso. No necesitó ríos de sangre ni persecuciones frenéticas. Su suspenso era el arte de sugerir. Bastaba con un reloj detenido, una frase inocente, una cortina que se movía. Su literatura fue un rompecabezas, un juego intelectual donde cada lector se volvía detective. En tiempos en que todo parece buscar la inmediatez, Christie nos recuerda que el misterio verdadero se cocina a fuego lento, en el detalle, en la pausa, en la sospecha que se clava como espina invisible.
Por eso, cuando pienso en ella, la imagino rodeada de lujo y fama, reconocida incluso por la realeza al ser nombrada por la Reina Isabel II como Dama del Imperio Británico. Pero, al mismo tiempo, como una mujer inclinada sobre su máquina de escribir, escuchando el tic tac del reloj y pensando cómo engañarnos una vez más. Porque si algo sabía hacer, era engañarnos. Y lo hacía con gracia, con astucia, con esa sencillez que solo poseen los grandes genios.
En 1976, su expreso literario se detuvo en Wallingford. Partió con discreción, con la misma modestia con que vivió. Una lápida sencilla, un descanso silencioso. Pero en realidad no se fue. Cada vez que abrimos sus páginas, volvemos a escuchar el silbato del tren y sentimos la vibración de las vías: estamos otra vez en su viaje, atrapados en su misterioso juego eterno.
Una isla, un poema y diez sospechosos
Entre todas sus creaciones, hay una parada ineludible: Diez negritos (1939). Obra que ha recibido varios títulos a lo largo del tiempo debido a su contenido racista, siendo los más comunes en inglés Ten Little Niggers, Ten Little Indians y, finalmente, And Then There Were None (que en español se usa como Y no quedó ninguno). En los países de habla hispana, el título se modificó a Eran diez.
La novela comienza con un grupo de desconocidos que recibe una invitación a una mansión en una isla solitaria. Nadie sabe exactamente por qué está allí, hasta que una voz acusatoria revela sus secretos más oscuros: todos, de algún modo, han sido cómplices de una muerte impune. En la casa, un poema infantil recita el destino de diez figurillas que desaparecen una a una… como los propios invitados.
Lo magistral no es solo el ingenio del planteamiento, sino la atmósfera asfixiante que Agatha logra construir. No hay detective que venga a salvar a los personajes. El mal está dentro, sentado a la misma mesa, respirando el mismo aire. Cada gesto se vuelve sospechoso, cada mirada parece ocultar un complot. El lector, atrapado en la isla, no puede soltar el libro. La desconfianza es total, el miedo absoluto y todo se convierte en una paranoica estadía.
No es casualidad que Diez negritos sea la novela policíaca más vendida de la historia. Allí está Agatha Christie en estado puro: la arquitecta de lo imposible, la reina que convirtió el crimen en un arte intelectual y que, aún hoy, sigue sentándonos en su vagón para recordarnos que la vida, como sus novelas, siempre guarda un secreto.
Agatha Christie no solo fue “la reina del misterio”. Fue una viajera incansable del alma humana, capaz de mostrarnos que detrás de las apariencias más respetables puede esconderse la sombra del crimen y la maldad. Leerla es subir a un tren que nunca se detiene, porque mientras haya lectores dispuestos a jugar con la duda y el engaño, Christie seguirá conduciendo su expreso del misterio.