Cuando pensamos en Dante Alighieri, casi de inmediato lo imaginamos con su capucha roja y su perfil severo en frescos medievales. El poeta solemne, el creador de La Divina Comedia, el padre de la lengua italiana. Pero detrás de la figura canónica hay un hombre mucho más humano, lleno de pasiones, defectos, manías y hasta un peculiar sentido del humor.
Dante no fue únicamente un genio literario: también fue un político frustrado, un amante obsesionado, un viajero forzado y, en cierto modo, un adelantado a su tiempo.
Antes de ser recordado como poeta, Dante fue un hombre de acción. En Florencia ocupó cargos importantes, como el “Consejo de los Cien”, una especie de órgano parlamentario. Se lo tomaba en serio: discutía leyes, impuestos, alianzas. Pero las luchas internas entre güelfos y gibelinos lo arrastraron al exilio.
Su condena no fue menor: si volvía a su ciudad natal, sería quemado vivo. Nunca más regresó. Ese destierro lo marcó profundamente. Desde entonces vivió como huésped incómodo en ciudades como Verona o Rávena, dependiendo de la generosidad de mecenas. El Dante solemne que habla de justicia en La Divina Comedia es también el hombre herido que nunca pudo volver a pisar su tierra.
El amor de Dante por Beatriz Portinari es ya leyenda. La conoció siendo apenas un niño, la vio pocas veces en su vida, y sin embargo ella se convirtió en su guía celestial en la Comedia. Detrás del símbolo está un hombre real que elevó una emoción íntima a la categoría de destino universal.
En su Vita nuova describe con delicadeza cómo la presencia de Beatriz lo transformaba. Pero la realidad es que Dante se casó con otra mujer, Gemma Donati, con quien tuvo varios hijos. Nunca mencionó a su esposa en sus obras. Una contradicción que lo hace más humano: el poeta que amaba lo imposible y convivía con lo cotidiano.
Desde los 13 años, Dante tenía una obsesión poco común: inventar lenguas. No simples jerigonzas, sino sistemas completos, con gramática, vocabulario y sonidos. A partir de esas lenguas, fue construyendo historias, pueblos y mitologías. Su imaginación no empezaba en los personajes, sino en la palabra.
Así nació el mundo de la Divina Comedia, un universo coherente con cronología, genealogías y reglas propias. Su formación como filólogo lo llevó a concebir la poesía no como un pasatiempo, sino como una forma de ordenar el caos del mundo.
Dante no era precisamente un tipo fácil. En sus tratados llegó a burlarse de los dialectos italianos que no le gustaban, llamándolos “asquerosos” o “ineptos”. Tenía un ego descomunal y un temperamento mordaz. Era capaz de insultar con elegancia.
Se cuenta también que, mientras escribía la Comedia, le gustaba leer fragmentos en voz alta, incluso antes de terminarlos. Quería medir la reacción del público, probar si sus versos producían asombro. El primer fan de Dante fue, en realidad, Dante mismo.
Aunque solemos imaginarlo como un sabio inalcanzable, Dante pasó los últimos años de su vida con más incertidumbre que gloria. Vagaba entre ciudades, acompañado por otros exiliados políticos, artistas y bohemios. Murió en 1321 en Rávena, probablemente de malaria, tras regresar de una misión diplomática. Un final irónico para un hombre que soñó con la eternidad.
Tras su muerte, su hijo Jacopo ayudó a rescatar manuscritos, a explicar pasajes difíciles y a preservar la obra de su padre. Fue gracias a esa devoción familiar que la Comedia sobrevivió como la conocemos hoy.
Al final, detrás del aura solemne de Dante encontramos a un hombre lleno de contradicciones: el político que nunca volvió a casa, el enamorado de un ideal, el filólogo que jugaba con lenguas inventadas, el creador de universos obsesionado con el orden cósmico, el desterrado que encontró en la poesía su única patria.
Recordarlo de este modo es tal vez el mejor homenaje: no solo como el padre de la lengua italiana, sino como un ser humano que convirtió su dolor y sus pasiones en literatura inmortal.