Soy una gran fanática de David Bowie. Tanto, que el día que murió recibí mensajes de texto como si fuera una especie de viuda.
Acababa de comprar Black Star días antes, justo cuando salió. Recordemos que el álbum fue una especie de testamento, su última gran genialidad.
El disco se me duplicó cuando un amigo que sabía mi afición me trajo otro igual. Ambos en vinyl. Y como no soy envidiosa y sabía que tener dos idénticos era un exceso, a los pocos meses le regalé uno a alguien que sabía que lo iba a disfrutar igual que yo: a mi camarada y melómano Zeus Munive.
Han pasado varios años ya y el disco está intacto. Uso mis vinilos sólo en ocasiones especiales. Prefiero ir a las plataformas y repetir lo que me gusta miles de veces en una bocina conectada al bluetooth del teléfono.
Hoy fue uno de esos días en los que tuve que pasar largos trechos manejando, yendo de un sitio a otro, y el random de las listas me llevó a una canción que casi no escucho del citado disco: ‘Tis a Pity, She was a Whore.
Una crónica extraña que concluye más o menos en algo como, qué pena… era una puta.
Lo que me recordó un programa que escuché despertando, “Lugar común”, de Diana Solórzano y Mercedes Cárdenas en el que estaban platicando sobre la lujuria.
Ambas llegaron a una conclusión a la que yo también he llegado siempre: ¿por qué los apetitos femeninos tienen una connotación negativa cuando los mismos apetitos en el varón son una virtud?
No es lo mismo que digan: “ese cabrón es un caliente” (aplausos de pie del respetable), a “esa vieja es una caliente”, porque en vez de los aplausos recibirá piedras.
Las feministas dirán que calificativos como este son obra del patriarcado, y sí, porque los códigos morales que nos rigen hasta hoy meten en un corset el deseo de las mujeres, salvo cuando hay que estar en el lecho conyugal… y a veces ni siquiera ahí.
Es una pena, piensan los machos, que algunas mujeres les salgamos tan putas a tal grado de ser dueñas de nuestras propias pulsiones.
Es una pena, piensan las mustias, que una amiga fuera tan puta como para retirarse de una relación que no le daba más que gastritis y una mesada por el favor de la servidumbre.
Hace mucho tiempo conocí a la mujer más sensual de mundo. Una parienta lejana que, adonde llegara, aún vestida de trapos holgados y de sandalias, provocaba rubores tanto en hombres como en mujeres.
Estaba muy lejos de encajar en la belleza de los cánones estéticos occidentales; demasiada cadera, nariz aguileña y brazo redondo; sin embargo, cuando se te plantaba enfrente irradiaba un calor especial. Sus movimientos de manos dibujaban promesas de un paraíso perdido, y cuando caminaba, juro que iba derramando leche y miel de entre las piernas. Era la voz y la mirada y su forma de sacar el humo por la boca después de una bocanada de cigarro lo que hipnotizaba hasta al más santurrón.
Fue el dolor de cabeza de toda la familia porque representaba todo aquello que ellos mismos se autocensuraban, y cuando se iba, claro, el comentario unánime y silencioso, pero a la vez contenido en espera de algún favor, era: lástima que sea tan puta.
Huelga decir que ella es una de mis heroínas.
Tú sabes quién eres… y pensé en ti oyendo a Bowie en los altos de esta caótica ciudad.