15.6 C
Puebla
martes, septiembre 9, 2025

Las Olas y los Monumentos perpetuos

Más leídas

Cuando las mujeres salen a protestar y “rayonean” una pared o “violentan” la puerta cerrada de un edificio, no es por gusto. Lo hacen porque están rotas, porque les falta una amiga, una hermana, una hija. Se hace porque ya les falló tanto el gobierno como la justicia y, a veces, también fallamos como sociedad. Es la expresión desesperada de un grito que no ha sido escuchado. Entiendo que a muchos les duela ver dañado el patrimonio cultural, el arte, la historia, sí que lo entiendo. Pero, ¿por qué esa indignación no es la misma cuando lo que se daña son vidas? ¿No es mil veces más doloroso?

El propio recorrido de las movilizaciones sociales históricas —“histéricas”— parte efectivamente de diferentes procesos de polarización social, donde los puntos de exigencia y de denuncia dan paso a la colectividad organizada, a decir de Pierre Bourdieu, “los levantamientos con capital cultural y social poseen simbolismos catalizadores”.

En el movimiento político del feminismo vemos claramente en la historia de Las Olas (cuando ya no solo de manera histórica sino metodológicamente comienza el estudio formal de la escuela feminista), que las rutas de acción y movilización van desde lo teórico-académico (como cualquier otra corriente de pensamiento), el derecho a la libre manifestación, la conformación de la base social y los movimientos de choque cultural.

Dentro de estos últimos, y como parte de ese oleaje cuyo fin es agitar las bases de la discriminación sexogenérica, las feministas (como movimiento sociopolítico) se han manifestado de manera disruptiva y transformadora, usando el dolor y la pérdida como canal de movimiento, a través de demandas y discursos que incorporan tanto las teorías base del movimiento como las propias historias de vida de las miles de víctimas.

Pienso en algunos otros escenarios. ¿Por qué no nos indignamos igual cuando en las guerras —esencialmente lideradas por hombres—, no solo se destruyen monumentos, sino ciudades enteras y, sobre todo, vidas? ¿O cuando en un partido de fútbol, una multitud de hombres guiados por la ‘pasión del deporte’ no nada más ataca y violenta a otros, sino que orina y ensucia estadios, vialidades y monumentos, a veces patrimonio de la humanidad?

Podemos voltear a ver el movimiento por La Paz con Justicia y Dignidad, que nació de la rabia por la falta de acción ante miles de personas desaparecidas, o el movimiento zapatista que también trajo consigo destrucción y una guerrilla interna. Y no es que la violencia esté bien, es que hay que poner las cosas en perspectiva, pues al parecer, algunos movimientos merecen justificación, pero otros deben ser cuestionados.

De nuevo, vale la pena reflexionar: ¿por qué la gente se organiza para protestar? En palabras sencillas, las movilizaciones sociales son el resultado de la polarización social. Y claro que tampoco es tan simple. En la otra cara de la moneda, hay un argumento genuino de que existen leyes, como la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, que buscan proteger nuestro patrimonio. Incluso hay normas internacionales que ven el daño a monumentos como un crimen… Está equiparado, pues, con la destrucción de las vidas.

Así, las propias leyes no parecen tener el mismo peso cuando se trata de proteger la vida de una mujer. ¿De qué sirve una ley que defiende un monumento de cientos de años, si no defiende a una chica de quince que fue secuestrada hace dos días, un mes o años? ¿De qué sirve una multa o una pena de cárcel por pintar una estatua, si los feminicidas andan libres y tantos casos de desaparición, impunes?

(A propósito del coincidente aniversario de la caída del Muro de Berlín, ahora me viene un ‘flashazo’ de la película Good Bye, Lenin! (2003), tan llena de disturbios y protestas, y el gran simbolismo que hay en la escena del derribo de la enorme estatua de Vladímir Ilich Lenin: la caída del comunismo y la unificación alemana. En fin, nimiedades… pero esa es otra historia).

Por supuesto que el arte, la cultura y los monumentos son importantes, sí, innegablemente son parte de la historia de la humanidad. Pero éstos siempre se restauran. Las personas, las mujeres y jóvenes que hoy no sabemos en dónde están, son quienes siguen haciendo historia cada día, e incluso muchas otras que ya no viven —aunque sus monumentos sí— son quienes la han escrito. Pero cuando la historia se tiñe de sangre y de dolor, a veces solo queda la rabia para que las ausencias puedan ser vistas. De nuevo: no para justificar la violencia, sino para recordar que hay una violencia mucho más grande y dolorosa con la que ya convivimos todos los días, esa es la que más debería indignarnos.

Entonces, cuando vemos una manifestación, en realidad estamos viendo el resultado de una frustración enorme, de dolor acumulado. La gente que protesta no está ahí solo para molestar o para destruir, sino para ser tomada en cuenta. Porque ¿cómo lograr que alguien capte la atención de autoridades, gobiernos, activistas y de la propia sociedad, cuando el #NiUnaMás es apenas un llamado de auxilio diario que se repite al menos 10 veces por día?

A través del perpetuo oleaje del feminismo (y en general del muchas veces intempestivo movimiento de otros grupos minoritarios segregados como el apartheid, los indígenas, migrantes o la comunidad LGBTTTIQ+), el denominador común es el hartazgo ante las injusticias —o la inequidad— y la discriminación contra estos sectores que, dicho sea de paso, a pesar de múltiples marchas y manifestaciones de todo tipo, si bien han logrado avances importantes, sus temas de denuncia aún no se han erradicado por completo.

Particularmente creo que no hay monumento que valga más que una vida humana… El arte y la historia se pueden perpetuar; es más, en el presente seguimos disfrutando de grandes obras desde el Renacimiento o el Barroco, porque han sido rescatadas por la humanidad a lo largo del tiempo. Las personas desaparecidas y las mujeres asesinadas no, ellas pierden su voz eternamente y, por eso, no queda más que alzar fuertemente otras… las que quedamos.

Ojalá que esto se quede siempre en un ejemplo doloroso —o hasta amarillista, si quiere—, pero, si a usted, querido Hipócrita Lector, le enfrentara la brutal desaparición de su madre o esposa, novia, de alguna hermana o simplemente una amiga, y ninguna instancia le diera respuestas ni mucho menos justicia, ¿pagaría el precio de que sus voces silenciadas pudieran volver a ser escuchadas, a cambio de un poco de pintura sobre piedras?

Recientemente muchos nos indignamos por los disturbios en EE.UU., defendemos las expresiones tachadas de ‘inmorales’ del Orgullo Arcoíris, e incluso hace unos días aplaudimos el Día de los Pueblos Indígenas, pero cuando se trata de una marcha femenina, entonces sí retumban las paredes y los ecos arquitectónicos; pareciera que lo estridente no son los rayones o los vidrios rotos. Aparentemente lo sonoro es lo sororo.

Si nos duele tanto ver una pared manchada o un trozo de bronce tirado, pero no nos indigna al grado de la rabia que a una mujer la maten, la violen, la desaparezcan, ¿no será que lo que en verdad nos indigna no es el monumento caído? ¿No será que lo que nos molesta es que las mujeres se atrevan a levantar la voz y exigir que pare la violencia? ¿No será que lo que realmente cala hondo es nuestro machismo?

Notas relacionadas

Últimas noticias