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Puebla
lunes, septiembre 8, 2025

Un corazón de pollo

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La chica de la pollería se maquilló: ojos delineados, rubor y labios de color fucsia. Bajo el delantal llevaba una blusa rosa con olanes en las mangas y los hombros descubiertos. Estoy acostumbrada a verla de cara lavada y suéteres holgados. Suéteres que, además, han sido elegidos en tonos como el azul marino o negro para camuflar la sangre del animal que (imagino) llega a salpicar por encima del mandil.

Me atiende en medio de una llamada.

  • Buenos días. Dame una pechuga grande en bistec, por favor.
  • Con mucho gusto, señora.

Entre ella y yo habrá dos o tres años de diferencia. Yo la tuteo con naturalidad como suelo hacerlo con casi todos los merchantes. Excepto las hermanas de la tienda de la esquina. A ellas les hablo de usted porque me recuerdan a mis tías, igual de mesuradas y parcas.

Mas la Pollera me llama Señora y con esa distinción deja claro el lugar que ocupa una con la otra. Una distancia similar a la que existe entre el mostrador y el cliente.

Sostiene el teléfono con el hombro y la mejilla y comienza a cortar con destreza la carne fría y rosada. Del otro lado de la línea estaba su amiga. Le pedía que la cubriera a eso de las dos de la tarde. No le digas a nadie que vienes, después te cuento —le dijo entre risas nerviosas— entonces ¿sí o no?  . . . ¿por qué? . . .  un rato nada más . . . pues ora, gracias.

De la pechuga sacó diez bistecs y, antes de empezarlos a aplanar con el mazo metálico en suaves golpecitos, decidió hacer otra llamada. Su mirada se tornó brillosa y la sonrisa, traviesa. Confirmó la cita. Colgó y le dio con ritmo y alegría a la carne.

La Pollera como solemos decirles a nuestros distribuidores alimenticios (carnicero, verdulero o chilero) traía entre manos una cita amorosa. Me emocioné y quise ser su amiga para saberlo todo y quise, también, saber cortar pollo para convertirme en su alcahueta.

Alrededor de las tres de la tarde el local estaba cerrado. La Pollera que procura consentirnos con dulces el diez de mayo y que además emprendió su propio negocio de bolis, cerró las puertas del negocio en nombre del amor. Yo, que soy clienta frecuente, noté su ausencia desde la esquina. No había coches, motos o gente esperando sobre la banqueta. No estaba la cartulina fluorescente con la leyenda de “Pollo Fresco” colgando de los muros. Tampoco los huacales de madera que pone para tapar la entrada cuando va por otra tanda de pollos a la sucursal más pequeña y menos aclientada o para cambiar el billete de quinientos con el que paga el señor de los hígados y los corazones para sus perritos.

No llegó la amiga y, sin embargo, ella se fue.  Se fue enfundada en unos jeans ajustados, una coleta de caballo perfectamente pulida y cadenas de oro que resaltaban el atuendo. ¿Qué le habrá dicho a su patrón?, ¿Habrá tenido que matar a algún pariente para excusarse por el resto de la tarde? ¿Quién se tuvo que enfermar? ¿Qué le tuvo que doler?

Nunca lo sabré y, sin embargo, lo se todo.

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