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lunes, agosto 25, 2025

Cortázar: El Mago de la palabra

Julio Florencio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas, en plena Primera Guerra Mundial, pero muy pronto la vida lo llevó a crecer en Argentina, país que marcaría su identidad literaria. Su formación como docente y su temprano vínculo con los libros anticipaban lo que luego sería una carrera dedicada por completo a la palabra escrita. Durante años cultivó en silencio su universo creativo hasta que, con un cuento publicado por Jorge Luis Borges, comenzó a abrirse paso en el panorama literario.

El destino lo llevó a París en los años cincuenta, cuando decidió dejar atrás el ambiente político argentino. Allí encontró no solo su lugar en el mundo, sino también la atmósfera propicia para construir una obra que deslumbró por su audacia. Entre cafés, traducciones y pasiones, nació Rayuela (1963), novela que lo consagró internacionalmente y lo convirtió en referente del llamado “boom” latinoamericano. Hoy, a 111 años de su nacimiento, lo recordamos también a través de sus frases más luminosas:

  • “Todo dura siempre un poco más de lo que debería”.
  • “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”.
  • “Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”.
  • “Cada vez iré sintiendo menos y recordando más”.
  • “La risa ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra”.
  • “Qué hacer cuando lo que se quiere y lo que se debe hacer, no es lo mismo”.
  • “Mi diagnóstico es sencillo, sé que no tengo remedio”.
  • “Lo que uno ama queda siempre cerca”.
  • “La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.
  • “Hay ausencias que representan un verdadero triunfo”.
  • “No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas”.
  • “Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo”.

Carta de Cristina Peri Rossi a Cortázar

La aclamada poeta uruguaya Cristina Peri Rossi compartió un profundo y complejo vínculo con Cortázar, a quien a menudo se le considera su amor platónico. Su conexión se inició por correspondencia y el escritor jugó un papel crucial en la vida de Cris –como la llamaba-, ayudándola a refugiarse en París cuando ella se exilió en España a inicios de la década de los setenta.

Desde entonces compartieron viajes, un sentido del humor similar, el amor hacia las mujeres y una nutrida relación epistolar, alimentada por una admiración mutua. Él le dedicó múltiples poemas, mientras que ella -años después de su fallecimiento- honró su relación en “Julio Cortázar y Cris”, un libro en el que narra lo especial de su unión. En el mapa de lo cortazariano, ¿quién dijo que esas calles nunca debían de cruzarse? En el camino de la amistad y el amor recíproco que ambos trazaron, estas son algunas de sus letras cómplices:

Barcelona, octubre del 2000

 

“A veces escucho tu voz y tus palabras en trozos de las cintas que me enviaste y recupero algunas de las cosas más queridas: el olor del tabaco de tu pipa (yo probé a pasarme a la pipa inútilmente: lo único que quería era dejar la pipa para fumarme un buen cigarrillo), la melancolía de tus ojos celestes, los pantalones de pana que te quedaban un poco cortos, siempre, la manera de pronunciar la palabra: “terrrrrrible” y a María Bethânia cantando “Drama”. Ya no colecciono caleidoscopios -posiblemente porque no estás vos para quedarte extasiado mirando las formas y colores- y tengo la sensación de que el mundo, tal como va, no te gustaría, que tendrías muchas cosas que decirle, con tu sonrisa irónica, con tus atribuciones a la tía Celia, que por suerte no está para desmentirte. También pienso que no te arrepentirías de nada, porque nunca fuiste injusto y tenías un corazón tan grande -como dijo Juan Rulfo- que fue necesario inventarte un cuerpo muy grande, también, para contenerlo. Para un escritor, lo más difícil es estar a la altura de su obra. En tu caso, eso te exigió crecer muchísimo.”

 

Un amor”
(Poema de Julio Cortázar dedicado a Cristina Peri Rossi)

 

A veces creo que podríamos
conciliar los contrarios
hallar la centritud inmóvil de la rueda
salir de lo binario
ser el vertiginoso espejo que concentra
en un vértice último
esta ceremoniosa danza que dedico
a tu presente ausencia.

Recuerdo a Saint-Exupéry: “El amor
no es mirar lo que se ama
sino mirar los dos en una misma dirección”.

Pero él no sospechó que tantas veces
los dos mirábamos fascinados a una misma mujer
y que la espléndida, feliz definición
se viene al suelo como un gris pelele.

 

 

Dos poemas para el último round:

 

El sueño
El sueño, esa nieve dulce
que besa el rostro, lo roe hasta encontrar
debajo, sostenido por hilos musicales,
el otro que despierta.

 

El poeta propone su epitafio
Por haber mentido mucho ganó un cielo
mezquino, a rehacer todos los días.
Por ser traidor hasta con la traición, lo amaban
las gentes honorables.
Exigía virtudes que no daba
y sonreía para que olvidaran.
No vivió. Lo vivían, un cuerpo despiadado
y una perra sedienta, Inteligencia.
Por no creer más que en lo bello, fue
basura entre basuras,
pero miraba todavía el cielo.
Está muerto, por suerte. Ya andará
algún otro como él.

 

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

 

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

 

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.

 

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

 

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

 

(*Fragmento un cuento de Julio Cortázar y mapeo de un hogar doblemente inhabitado).

 

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