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lunes, agosto 4, 2025

Huevos para la cena

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Hace unos días andaba por los rumbos del mercado Carranza. Habíamos ido a conseguir unas cemitas de carnitas para unas antojadizas visitantes que me habían privilegiado con su inesperada presencia y para las cuales no tenía nada poblano con que agasajarlas, cuando vi, al otro lado de la calle, una de las tiendas 3B. Nunca había estado yo en una de esas tiendas tan alabadas. Mientras preparaban el pedido, crucé la calle y me animé a entrar.

Lo que vi fue una pobre exposición de artículos escasos, de marcas conocidas y muchas desconocidas, cartelitos con los precios pintados a mano, una organización sencilla que pretendía conformar secciones (artículos de limpieza en una parte del pasillo, aceites en otra parte y así). Resultaba fácil recorrer la tienda. En menos de 20 minutos ya tenía algunos artículos en mi carrito, había saludado a uno de mis exalumnos y me había percatado de que el modelo de negocio era bueno hasta cierto punto. Me explico: los precios eran, por supuesto, mucho menores que en tiendas como Walmart. Las marcas, como mencioné anteriormente, oscilaban entre lo conocido y los clones de marcas que ostentaban en sus etiquetas nombres parecidos a otras muy conocidas. Los contenidos de aquellas bolsas o cajas o botellas eran menores.

Adquirí algunos productos congelados y en realidad pagué, de manera comparativa, artículos de mediana calidad y menos gramaje al mismo precio que los originales. Sin embargo, noté que la tienda atraía a un grupo importante de personas de bajos recursos económicos, personas mayores y gente de la localidad que sólo entraba por alguna compra rápida para sus propios comercios. Un señor de la tercera edad entró a comprar una media docena de huevos. La tienda no le proporcionó un cartón para ponerlos. El hombre los puso en una bolsa de plástico, hizo su fila para pagarlos y salió con ellos entre los brazos, como si fueran algo muy precioso. Imaginé al señor con su esposa cenando dos de esos huevos y guardando el resto para irlos repartiendo el resto de la semana en diversos platillos: huevos con frijoles, huevos con nopales, huevos con ejotes y toda la variedad de combinaciones que suplen la ausencia de carne en una mesa en la cual hace mucho se olvidaron de comerla.

Una llamada a mi celular me alertó del avance de las cemitas: estaban listas. Tomé mi carrito y me dirigí a la zona de cajas. Una sola cajera atendía una fila de impacientes compradores con uno o dos productos en sus cestas. De pronto noté que había olvidado por completo los dos litros de leche que me hacían falta para la semana, giré en redondo pero calculé mal el ancho del pasillo. Tumbé un conjunto de botes de insecticida situados en la parte de debajo de un estante cercano a las cajas. Con calma procedí a levantar los 5 o 6 botes caídos y a ponerlos en los tablones donde se aposentaba la mercancía. En eso, una mujer salida del fondo de la tienda llegó corriendo a acomodar en una caja de cartón los botes esparcidos. Antes de que pudiera darle las gracias, me arrebató el que yo acababa de tomar para leer la etiqueta por si me servía en mi batalla personal contra los pulgones que amenazan con acabar mis rosas, lo puso junto a los demás y se fue. Apenas alcancé a decirle ¡Oiga! ¡No me arrebate las cosas!, cuando la señora (de aspecto poco cuidado, cara llena de acné y cabello grasiento) gritó a los clientes que se movieran a la otra caja para empezar a cobrarles. Es decir, ni me peló. Cuando llegué con mi compra a la caja contigua, comenté a la cajera que la tipa aquella carecía por completo de modales. La fulana en cuestión me oyó y se volvió a verme. Le dije: Sí, señora. En este negocio, la atención al cliente es lo más importante. No me refutó ni comentó nada. Su ceño se hundió más y siguió cobrando, hasta que la otra cajera me sugirió que hablara con el gerente, para explicarle lo sucedido. En ese momento la tipa salió corriendo hacia donde estaba el famoso gerente, yo detrás de ella. No le importó dejar tirados a los compradores que tuvieron que esperar a que ella se me adelantara para, con toda intención, dar su versión de las cosas. Por supuesto, cuando el gerente salió ya iba predispuesto en contra de la clienta quejosa. Le expliqué que, efectivamente, yo había tirado los botes pero los estaba levantando cuando su empleada llegó a arrebatarme el que yo pensaba comprar. Que no se había molestado en escuchar mi protesta ni me había ofrecido disculpa alguna. El gerente —otro con aspecto de no haber tocado el agua en varios días, vestido con una playera de color ambiguo, sin traje ni corbata como los gerentes de muchas otras tiendas— jamás se dignó mirarme a los ojos. Parecía más interesado en ver lo que acontecía en los cuatro puntos cardinales de la tienda que en escuchar mi reclamo. Lo más increíble del asunto fue su respuesta: Revisaremos las cámaras a ver quién tiene la razón. Podemos ver desde varios ángulos lo que sucede en la tienda. ¿Cómo?, le respondí. ¿O sea que verificará lo que le estoy comentando con la intención de que mejore el servicio y en lugar de ofrecerme una disculpa se atreve a decirme que primero checará si lo que digo es verdad? Oiga, continué, usted recibe a mucha gente de los alrededores. ¿Así los tratan usted y su personal? Sépase que me voy a quejar. Vea el video las veces que quiera. Finiquité el alegato y me fui corriendo a recoger el pedido de cemitas.

Por supuesto, no vuelvo a poner un pie en esas tiendas. Sé que no se perderán de mucho, pero yo sí me evitaré otra mala experiencia. Si, como he leído por ahí, dichos supermercados están en México desde 2005, entiendo que sus accionistas, empezando por el director ejecutivo y presidente del consejo de administración, el estadounidense de origen libanés Anthony Hatoum, no ha pensado en nada más que en las ganancias y nunca en el servicio al cliente. De cualquier forma, la capacitación -si es que la dan- resulta inútil en una región como Puebla, donde el mal servicio es una constante entre meseros, recepcionistas, empleados de hoteles, policías, empleados de mostrador, choferes de taxi y lo que le sigue.

Considerando que en estos tiempos cada peso cuenta, tener en el barrio o en la colonia una tienda que haga rendir el dinero debería ser una ventaja. El concepto de hard discount de estas tiendas, el cual elimina a los intermediarios de las cadenas de distribución, ha sido todo un éxito en México desde el punto de vista del consumo familiar. Como yo lo veo, el ahorro debería venir junto con una excelente experiencia de compra. Pero sospecho que la falta de educación del personal es el menor de los problemas de un proyecto expansionista como el de las tiendas 3B. ¿Para qué capacitarlos? Si sus clientes son mayormente de clase baja y seguirán comprando a pesar de cualquier incidente que genere un roce o un enfrentamiento con los empleados. ¿Mala experiencia de compra? Por favor. Peor experiencia es no contar con huevos para la cena.

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