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domingo, agosto 3, 2025

Terrestres, por una literatura menor

Cristina Rivera Garza ha construido una de las obras más lúcidas y perturbadoras de la literatura contemporánea en español. Su nuevo libro, Terrestre (Random House, 2025), confirma esa rara capacidad de pensar con las formas, de hacer que la sintaxis respire y que la lengua misma encarne una ética. Lejos de los géneros cerrados, esta colección de siete relatos se presenta como una escritura porosa, híbrida, atravesada por la noción de lo que la autora llama “no ficción especulativa”: una práctica que no se contenta con contar lo que fue, sino que indaga en lo que podría haber sido. El resultado es una forma narrativa profundamente política, que no exhibe las heridas, sino que las interroga desde los bordes, allí donde el lenguaje ya no alcanza y la imaginación se vuelve una forma de supervivencia.

Hay en Terrestre una geografía de lo inasible. Los cuerpos —casi siempre femeninos, casi siempre jóvenes— se mueven por territorios dispares: trenes perdidos en el noreste mexicano, autopistas que cruzan Alaska, caminos lluviosos en Irlanda del Norte. No hay nostalgia ni épica del viaje; lo que hay es desvío, lentitud, sospecha. El desplazamiento no es aquí un motivo romántico, sino una apuesta por desobedecer las velocidades impuestas por el capitalismo y la violencia. Cada relato es una tentativa por ralentizar el mundo, por escuchar lo que queda cuando se apagan las consignas. Rivera Garza escribe desde la frontera, no como lugar sino como método: los textos son liminares, descentrados, deliberadamente huidizos. En su negativa a explicar, a dar certezas, radica parte de su potencia.

Uno de los relatos más impactantes está escrito casi enteramente en negaciones: “esto no pasó”, “esto no fue así”, “esto no ocurrió”. A fuerza de negar, se construye una afirmación atroz: una historia de violencia sexual que se filtra como una sombra imposible de fijar. La sintaxis es el campo de batalla: decir sin decir, nombrar sin nombrar. La lengua, como el cuerpo que se defiende, se pliega, se retuerce, se escapa. Aquí la escritura no es solo denuncia: es el espacio donde lo indecible encuentra una forma, incluso si es una forma rota, incompleta, balbuceante. Pocas veces se usa la negación como modo de resistencia. Si el mundo insiste en callar, este libro inventa una gramática del susurro obstinado y del no que contradice y así completa.

En otro de los textos, una voz colectiva —posiblemente la de un grupo de estudiantes en viaje de estudios— narra un trayecto entre la fascinación y el desamparo. No hay héroes ni lecciones, sólo cuerpos lanzados al movimiento, a la noche, a la amenaza. El relato transcurre entre conversaciones triviales y un presentimiento ominoso que nunca se concreta del todo. De nuevo, el estilo elude la saturación emocional para optar por la insinuación, el ritmo leve, la sintaxis clara pero perforada. No hay exceso lírico, y sin embargo el efecto es profundamente lírico: como si la poesía no estuviera en las palabras sino en la manera en que se suspenden unas frente a otras.

La melancolía, lejos de ser una tonalidad sentimental, se convierte en una forma de pensamiento. La escritura de Rivera Garza es melancólica porque insiste en aquello que no puede ser devuelto: la juventud perdida, los cuerpos ausentes, la historia que no fue. Pero esa melancolía no paraliza, sino que organiza. Es la estructura secreta que une los relatos, la música de fondo que los cohesiona. En ese sentido, Terrestre no es un libro sobre la memoria, sino desde la memoria: los textos no recuerdan, sino que se construyen como ruinas habitadas, como residuos vivos de un tiempo que ya no está, pero sigue haciendo presión. Como en El invencible verano de Liliana, el gran libro anterior de la autora, aquí también se escribe contra el olvido. Pero mientras aquel era un duelo privado vuelto testimonio público, Terrestrees una búsqueda de formas para narrar lo que viene después, lo que sigue latiendo cuando todo parece haber terminado.

Hay un gesto de rara humildad en esta escritura. A pesar de su sofisticación técnica, a pesar de sus hallazgos formales, Rivera Garza no se complace en el virtuosismo. Cada elección estilística parece estar al servicio de una ética narrativa: no estetizar el dolor, no convertir la violencia en espectáculo. De ahí la economía expresiva, el minimalismo de ciertos pasajes, la elección de narradores corales o ambiguos. El libro no construye personajes inolvidables, ni escenas memorables, ni frases subrayables: construye una atmósfera. Un clima de precariedad, de ternura lateral, de lucidez sin cinismo. En ese clima, el lector no es espectador, sino testigo. No se le pide empatía, se le exige atención.

Terrestre es un libro pequeño y desmesurado. Pequeño por su extensión, por su tono deliberadamente menor (a la manera en que Deleuze y Guatarri describían a Kafka. Desmesurado por su ambición formal, por su densidad emocional, por la radicalidad de su apuesta. En un panorama literario saturado de historias sobre la violencia —muchas de ellas oportunistas o sentimentales—, este libro ofrece una vía distinta: narrar sin explotar, imaginar sin traicionar, decir sin poseer. Rivera Garzanos recuerda que la literatura puede ser una forma de pensamiento político, no por sus temas, sobre todo por la forma.

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