25.1 C
Puebla
martes, julio 15, 2025

Una historia natural de los Emojis

Más leídas

Es fácil desestimar los emoji como un adorno pueril en los márgenes del lenguaje escrito: pequeños glifos coloridos que diluyen la prosa con una sonrisa o un guiño, recuerdos de la prisa de Internet por la inmediatez antes que por la sutileza. Face with Tears of Joy: A Natural History of Emoji, de Keith Houston, nos invita a hacer lo contrario: no a venerar estos íconos, exactamente, sino a verlos como un nuevo pliegue en la conversación de siglos entre la palabra escrita y ese impulso pictórico que siempre la acompaña como una sombra. Si escribir es codificar el pensamiento de forma lineal, los emoji son los garabatos instintivos en el margen —y Houston, paciente y socarrón explorador de la historia de los signos de puntuación, es un guía idóneo para mostrar cómo esos garabatos se convirtieron en una suerte de lengua franca global.

Los libros anteriores de Houston sobre pilcrows, interrobangs y otras rarezas tipográficas le han dado una reputación de antropólogo de esos signos mínimos que se aferran a los bordes del lenguaje. En ese sentido, los emoji son una presa natural para él: los últimos signos que se cuelan por la puerta trasera del alfabeto oficial. La historia arranca, como toda buena historia sobre emoji, en Japón a finales de los noventa, cuando ingenieros de telecomunicaciones imaginaron pequeños dibujos para complementar la parquedad de los buscapersonas. Desde ahí, Houston —con su afición ya conocida por los archivos— nos conduce hasta el Consorcio Unicode, ese extraño concilio de ingenieros, burócratas y lingüistas voluntarios que decide qué pictogramas merecen sentarse junto a letras y números en nuestros teclados.

Resulta tentador declarar que los emoji son un nuevo idioma. Houston se resiste con sensatez. Sabe bien que la carita sonriente, el pulgar en alto o la pila de excremento feliz carecen de la complejidad gramatical de una lengua viva. Los emoji no conjugan verbos ni declinan sustantivos; no construyen sintaxis, más bien la interrumpen, devolviendo a la escritura matices que se parecen a los tonos y gestos de la conversación oral. Si tienen ancestros, no son los alfabetos sino las manículas —esas manitas que señalan márgenes en manuscritos medievales— o el pilcrow, ese modesto signo de párrafo que enseñaba a respirar entre ideas. Houston disfruta dibujando este árbol genealógico, y ahí su erudición brilla: el libro está salpicado de digresiones sobre las mutaciones de la puntuación a lo largo de siglos de copistas y tipógrafos. Es su terreno favorito: mostrar cómo la escoria tipográfica de una era se convierte en la abreviatura expresiva de otra.

Pero se percibe que los emoji, por más que Houston se esmere en contextualizarlos, estiran los límites de la genealogía que él prefiere trazar. Una cosa es vincular la mano señaladora de un pergamino iluminado con una carita amarilla en el celular; otra es abarcar lo que ocurre cuando miles de millones de personas usan estos signos a través de culturas, idiomas y registros tan dispares. Los emoji resbalan entre significados con una velocidad y un alcance que ningún monje copista habría podido imaginar. Un pulgar alzado puede leerse como asentimiento breve en un país y como desdén pasivo-agresivo en otro. Una carita puede apaciguar un desencuentro o encenderlo. El libro ofrece atisbos de estos choques culturales —la polémica cuando Apple cambió su pistola por una pistola de agua, la lenta llegada de tonos de piel para suavizar la blancura implícita de los rostros originales—, pero a menudo la narración de Houston se repliega a las actas del comité Unicode y a la arqueología tipográfica, donde él se mueve con más soltura y comodidad.

Uno desearía que se quedara más tiempo en el enredo. Si los emoji son la puntuación pictórica de nuestro tiempo, cargan con un peso inusual: no solo matizan sentimientos, sino que señalan posición social, afinidad política, incluso postura moral. Una bandera arcoíris, un hiyab, una pareja del mismo sexo: estos glifos hacen algo más que adornar una frase; delimitan un pequeño territorio del espacio público. Houston lo reconoce de pasada, pero evita profundizar. A ratos parece rozar una crítica más amplia —los emoji como emblemas de un discurso digital que aplana matices en caricaturas agradables, o como herramientas con las que las grandes tecnológicas moldean, casi sin notarlo, lo que puede y no puede expresarse—, pero esos desvíos apenas se insinúan, y Houston, fiel a su papel de coleccionista de curiosidades gráficas, los deja ir sin perseguirlos hasta el fondo.

A su favor, nunca fuerza una conclusión. Sabe que la historia de los emoji sigue escribiéndose. Son símbolos tercamente provisionales: los iconos de los buscapersonas de ayer sobrevivieron a la revolución del smartphone, pero bien podrían ceder su lugar a stickers, GIFs o alguna criatura animada mañana mismo. El emoji del disquete, apunta Houston con afectuosa ironía, sobrevive a su objeto físico: un recordatorio de que los símbolos digitales abandonan sus orígenes con la misma facilidad con la que se propagan. Hoy tecleamos un casete o una cámara de rollo sin notar que las máquinas reales que los inspiraron han desaparecido de la vida cotidiana.

Su poder no radica en completar el lenguaje, sino en flotar junto a él: un suplemento suave que puede suavizar una orden seca, reforzar un chiste o —con la misma frecuencia— confundir a todos. En este sentido, los emoji confirman la idea que recorre toda la obra de Houston: que la puntuación nunca es neutral. Cada signo que añadimos a una línea de texto es un intento de salvar la intención del malentendido, o de disfrazarla a plena vista.

El libro no es, en última instancia, un alegato cerrado, sino una invitación: a tratar estos símbolos no como caprichos triviales ni como manantiales infinitos de significados, sino como artefactos frágiles de nuestro deseo colectivo de que las palabras, por sí solas, alcancen para abarcar todo lo que sentimos. Como toda buena puntuación, los emoji no nos libran del malentendido —pero prueban, una vez más, que nunca dejamos de intentar entendernos.

 

Notas relacionadas

Últimas noticias

spot_img