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lunes, julio 14, 2025

Trama Décima: Alguno de los dos no estará mañana en este mundo Capítulo 46. El vello dorado de Jose

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Nota del autor

Los personajes que cruzan esta novela, incluso aquéllos que parecen reales, son absolutamente imaginarios

Trama Décima: Alguno de los dos no estará mañana en este mundo

Capítulo 46. El vello dorado de José

Lucio Quintana organizó una fiesta en su casa de La Encomienda a la que acudieron Edy Bueno y Mircea Voland. Jose Galeazzi preguntó por Paty Rodoreda. La respuesta fue un silencio. Un silencio abrumador como el que generaban los ojos —uno negro, otro verde— del rumano.

En una de las mesas, Lucio, atraído por Mircea, empezó a hacer triangulaciones mentales sobre Transilvania, Vlad el Empalador y Nosferatu. En un momento, Mircea, con su inevitable boca algo torcida, habló de su amistad con Vlad. Todos rieron. No todos. En realidad, pocos sabían quién era Vlad. Rieron, pues, solamente Edy y Lucio, y lo hicieron porque Vlad Tepes nació en 1431. Era imposible que ambos se conocieran.

Mircea habló de Vlad como un viejo amigo. Por él se enteraron —los demás— que había dos personajes llamados Vlad: Vlad Dracul, el padre. Y Vlad Tepes, el hijo. Y había un Mircea (Meercha) en la historia: hijo de Vlad y hermano de Vlad. Voland les dijo que conoció a los tres, pero que su amigo fue Vlad Tepes. Cuando hacía una reseña del imperio Otomano ocurrieron dos cosas: Lucio Quintana le ofreció un pase de coca y Jose Galeazzi abrió las piernas bronceadas —bañadas por un ligero vello dorado, como el trigo— absolutamente para él y para sus ojos. Las abrió con discreción al tiempo de mirarlo. La lengua, húmeda, acompañaba el juego de la seducción.

Nadie se dio cuenta de esa insinuación. O sí: sólo Lucio, su pareja. Pero no le importó. O no pareció importarle. O sí, pero en ese momento sólo le interesaba Mircea, quien después del pase hizo tres cosas: soltó una baba ligera, le sonrió a Jose con un cinismo abrumador y preguntó por la ubicación del baño. “Acompáñalo, Jose”, ordenó Lucio.

Camino al baño, Mircea le tomó la cintura de tal forma que Jose se corrió. “Te siento”, le dijo al oído. Y al susurrarlo le dio un lengüetazo fino, delicado. Ella se estremeció. Él vio el vello dorado, erguido, en el brazo bronceado. Mircea supo que en el baño le levantaría la falda blanca y la penetraría. Pero de pronto llegó Lucio y de un empujón grosero sacó a Jose de la jugada. Propuso llevar a Mircea al baño de su recámara. Éste accedió y vio, con el ojo negro (un negro apagado que asustaba, o imponía. O las dos cosas) a Jose Galeazzi mordiéndose el labio por el deseo reprimido.

Mircea detuvo a Lucio en la escalera y le extendió la mano a Jose. Ella miró a su pareja esperando la aprobación, pero la mirada de Mircea no aceptaba pretextos. Era una orden. Ella se descalzó y subió los escalones con sus hermosos pies desnudos. Mircea le tomó la mano y la hizo pasar a la recámara. “Ten cuidado con esta escalera. Está mal proyectada”, soltó. Ni Lucio ni Jose entendieron el sentido de la frase.

En la recámara —llena de los malos cuadros de Lucio—, éste sacó más coca. “Tengo una mejor”, dijo el rumano, y sacó un sobrecito del saco. Era cocaína rosa —mezclada con ketamina, MDMA y 2C–B—. Lucio puso una pieza perturbadora en su Bosé flex: El Trino del diablo, una sonata para violín que Paganini tocaba como nadie. Todos aspiraron, rieron y se abrazaron. Jose besó a Mircea en la boca algo torcida mientras Lucio le bajó la bragueta y se metió el pene en la boca. Ese pene con tonalidades que iban del rojizo al morado. Jose se hincó y se sumó a la felación.

Un hilillo de baba escurrió por la boca de Mircea, quien le ordenó a Lucio que corriera a los invitados.

(Continuará).

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