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jueves, noviembre 21, 2024

Mi Madre, Bohemios

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Detesto la cursilería. Me da urticaria. ¿Cuándo empezó mi fobia? Ahora lo tengo claro: cuando mi mamá declamaba poemas ramplones y cursis escritos por poetas brutalmente buenos como Díaz Mirón (uno de mis favoritos), Rubén Darío (uno de mis dioses mayores) y Amado Nervo (tan mal leído y valorado). Verla declamar “mamá, soy Paquito” con los ojos llorosos ante un público ingenuo e ignorante (en el tema de la poesía) me fue acercando a la poesía y a los poetas malditos. No lo sabía entonces. Lo entendí con el tiempo. 

En su momento, algo me decía que las lágrimas facilonas de mis tías en las reuniones familiares eran producto de algo que no acababa de comprender. Fueron los años y las lecturas los que me llevaron a esta deducción: mis tías —como buena parte de las mujeres mexicanas de los años sesenta— eran víctimas de la educación sentimental de Marga López, Sara García y Prudencia Grifell, así como de las telenovelas. Por eso lloraban a mares con los poemas que mi madre declamaba. Cada vez que podía, yo me burlaba de esos malos poemas y ridiculizaba su “por mi madre, bohemios”. Ella se reía de mi sátira y dejaba salir una personalidad que no dejaba de impactarme: la de la cómplice ideal. 

Ahora entiendo también su afán de acudir —sin invitación de por medio— a mis lecturas de poemas. Qué paradoja: yo, el poeta maldito, era aplaudido por mi madre desde la primera fila. Lo más curioso venía después, cuando ya en pleno coctel mi mamá se ponía a platicar con los poetas amigos y terminaba por leerles el café turco a mis novias taciturnas y ligeramente alcohólicas. 

(Cuando en París descubrí que Baudelaire —mi Dios mayor— está enterrado en la tumba de su madre respiré tranquilo). 

En esos años, todos los libros que leía generaban en ella una gran curiosidad. Varias veces la descubrí leyendo a Bataille, por ejemplo, y su muy sucia Historia del Ojo. Yo me escandalizaba y le arrebataba el ejemplar. Y entrábamos en un diálogo inédito. No se horrorizaba de mis lecturas. Buscaba comprenderlas para entender lo que pasaba por mi cabeza. Varias veces, cuando mi tía Coquis me criticaba por leer poesía y novelas, mi madre me defendía. 

—¿Y de qué va a vivir tu hijo, chata: de la poesía? —vociferaba mi tía. 

—¡Fíjate que sí! —respondía ufana y segura. 

(Después de muchos años, quién lo iba a decir, sigo viviendo de la poesía. El hipócrita lector también lo sabe). 

En ese afán de entenderme y defenderme, mi madre se enfrentó a las más variadas críticas. A todas les sacó pecho. También veía las películas que yo veía. Le encantaban Nosferatu, de Murnau; El Gabinete del Doctor Caligari, de Wiene, y Un Perro Andaluz, de Buñuel. Todo quería saber. Todo le interesaba. Quería ser parte de mi vida. Incluso, hacía que le leyera mis poemas. 

Cuando a los veinte años dejé la casa familiar para irme a vivir a Coyoacán, no pudo evitar algunas lágrimas. Sin embargo, supo que ese exilio me ayudaría a hacerme independiente y responsable. A eso le apostó. 

Lo que para mis tías era una inconsciencia —“¿Cómo se te ocurre dejarlo ir a vivir solo, chata?”—, para ella era un acto de madurez. A partir de entonces empezó a pedirme opinión sobre temas familiares. 

Con los años, esa complicidad fue madurando. Cuando me vine a vivir a Puebla, y mis padres regresaron a su casa de Huauchinango, no dejé de verlos. Cada quince días iba a comer con ellos y a disfrutar las largas sobremesas. Todos los días me hablaba para compartirme su preocupación, por ejemplo, de mis conflictos con el gobernador Marín. Al final de la llamada se quedaba tranquila. 

Cuando murió, lloré profundamente, pero llegué sin lágrimas a Huauchinango para sacar a mi papá de la tristeza. A partir de ese día entré en contacto con ella en otra dimensión. Hemos cultivado un lenguaje inédito para comunicarnos. Y sé que es la luz que todos los días me guía sobre todo en épocas de incertidumbre. 

Gracias, mamá. Te quiero más que nunca. 

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