Publicado originalmente por Marcos Vizcarra en El País, compartimos este reportaje por su relevancia e interés periodístico:
Una mezcla de miedo, silencio y necesidad de seguir adelante conforman el día a día en el Estado, que cerró junio con más de 200 asesinatos y 80 desapariciones, el mes más violento desde que se inició la guerra entre Los Mayitos y Los Chapitos.
Es lunes, va terminando junio. Juan Ignacio se despierta y lo primero que hace es tomar el celular. Revisa si tiene notificaciones y luego va a WhatsApp, pero antes de que conteste el mensaje pendiente que le dejó su madre va al apartado de grupos. Está en cinco diferentes, el de su sitio de noticias preferido en tiempo real, el de la Secretaría de Seguridad Pública y otros tres que surgieron en septiembre como chats ciudadanos, pero que, tras nueve meses, sabe que no es otra cosa más que propaganda de grupos criminales. Por eso está en tres diferentes: el que sabe que es de Los Chapitos, porque tienen de logotipo una pizza; otro que piensa que es de Los Mayitos, porque tienen un sombrero, y uno más que, a su pensar, podría ser intermedio, aunque es el cuarto o quinto después de este tiempo, ya que los demás han sido cerrados por sus administradores, a los que amenazaron.
Revisa todos, ya no por morbo, sino para decidir si hoy sale o no de su casa, si llevará a los niños con su abuela o tía, que le ayudan a cuidarlos desde septiembre, cuando la escuela pública decidió cerrar sus puertas y enviar a los alumnos a clases en línea por la “falta de condiciones”. Lo anterior, por cierto, lo comprendió muy bien. La violencia está en todas partes, también sus consecuencias.Todavía cuando parta al trabajo, en un rato, le tocará ver cuerpos de hombres tirados en el asfalto. Por suerte, los verá envueltos en bolsas de plástico y se ahorrará el espectáculo de sangre. Posiblemente, le tocará ver las cabezas regadas como si fueran sandías caídas de un camión de la frutería, pero preferirá hacer como que eso no tiene por qué afectarle. Aunque sí lo hará.
Ese lunes despertó y siguió la rutina, leyó que 20 hombres habían sido asesinados, que cuatro de ellos habían sido decapitados y colgados de sus piernas en un puente de la carretera México 15 y otros 16 hombres yacían dentro de una camioneta como las que usan en su trabajo para ir a repartir paquetes, aunque sin logotipos, solo marcas con plumón y un mensaje en una lona colgada, igual de grotesco como la primera vez que todo esto comenzó: el 9 de septiembre de 2024.
Se le revuelve el estómago. Una semana antes fue amenazado un hermano suyo cuando recién salía de su trabajo en la cafetería que abrió hace poco menos de un año. Una mujer tomó el teléfono del negocio a la fuerza y le llamó para exigirle el pago de una deuda que no tiene, una inventada, de 230.000 pesos (unos 12.000 dólares). La amenaza incluyó la advertencia: “A los chapitos les urge para seguir con la guerra”.
Piensa que no sabe si es una burla, una forma de no hacer más propaganda a los grupos criminales o si esto que pasa es —o debería— “ser lo normal”. Lo confirmó más tarde, cuando el gobernador Rocha Moya le decía a un reportero que “eso (la violencia) ya no es nota”, pese a que junio terminó con 295 asesinatos y 80 desapariciones, las cifras más elevadas desde que en septiembre comenzara el conflicto armado entre las dos facciones del Cártel de Sinaloa, y el tercer más violento de la historia del Estado desde que se tiene registro por la Fiscalía General.
Juan Ignacio, un nombre ficticio usado para esta crónica por motivos de seguridad, apenas había ido a Villa Juárez, un centro poblacional al sur, donde la violencia ha sido peor que en Culiacán. Allá la gente dejó de hacer fiestas en la cancha pública, de tomar con los amigos en la banqueta, de tener los abarrotes abiertos después de las 20.00 horas. Ese lugar es importante para Sinaloa, se fundó y creó por personas migrantes de otros Estados, quienes llegaron a Sinaloa para trabajar en el campo. Ha crecido tanto que tiene más personas que la cabecera municipal de Navolato, a donde pertenece. Entre agosto y mayo suele duplicarse la población, es la temporada agrícola de mayor importancia no solo para la región, sino para el país completo, cuando se siembra un tercio del maíz que se produce en todo México, y el tomate de mayor calidad y exportación.
Este año los migrantes se fueron en marzo, no quisieron quedarse a averiguar si habría más violencia.
Llegó al trabajo y se preparó para ir a encender la camioneta, hacer inventario y marcharse a entregar paquetes, pero lo llamaron de recursos humanos para informarle que las ventas no van bien y que tocará hacer recorte, que se irá en ese, pero que la indemnización se cumplirá conforme a la Ley, aunque en cuanto se pueda y haya oportunidad lo recontratarán. Acepta pensando en que debe las dos tarjetas de crédito y otra departamental. Que las vacaciones que planeó no sucederán. Suspira y firma resignado.
Enciende la radio y ahora ya no es un funcionario, sino Martha Reyes, presidenta de la Cámara Patronal de la República Mexicana (Coparmex), quien lee el reporte del Seguro Social sobre empleos. Juan Ignacio se entera de que es uno de los más de 15.000 que se quedaron sin trabajo en este periodo de violencia. No es un alivio, porque luego la empresaria remata: “Entonces creo que la recuperación que vayamos a tener, si es que esto tiene un desenlace, va a tener costos muy, pero muy elevados. Yo creo que esto va a partir de cinco a 10 años mínimo”.
Y regresa a casa de su madre por los niños, le cuenta a ella que ahora tocará hacer solicitudes de empleo, que trabajará como conductor privado de plataforma, pero que lo hará hasta las 11 de la noche porque “la cosa después de esa hora se pone muy fea”. Juan Ignacio dice: “Es inevitable que ella no se preocupe, pero entiende que todo ha estado yendo de la chingada”.
La mujer le da la bendición a su hijo y comienza a platicar de los 20 muertos de la mañana, y que cuando fue al supermercado escuchó a la cajera hablar de eso mientras su compañera preguntaba: “¿En qué habrán andado esos plebes?”. A Juan Ignacio se le viene a la mente cuando mataron a Joseph, el hermano de su amiga Itzel.
Se pregunta: “¿Qué sentido tiene el día de hoy? ¿Cómo están las mamás, las hermanas, las hijas, los hermanos de esos 20 hombres? ¿Ya los identificaron a todos? ¿Habrá terminado alguna terrible espera para alguien? 20 hombres de un jalón ¿y los que faltan?”.
Cuando le dieron la noticia de Joseph, hace ocho años ya, la comida que preparaba Itzel se quedó en la estufa, apenas pudo apagar el fuego. Ahí estuvo por días hasta que se llenó de hongos y se echó a perder. La página de noticias Línea Directa sacó la nota, habían puesto mal su nombre y su dirección pero era él. Después revisó más noticias de ese 29 de marzo, y había una nota con una foto donde reconoció su par de tenis asomados bajo la lona azul, a unos metros una fila de personas curiosas tomando fotos con su celular, le estaban tomando fotos al cuerpo del hermano de Itzel, todavía no sabe para qué. Quería respuestas y las obtuvo, pero aunque no las necesitaba, pensó que se lo merecía por buscar más información.
En Facebook y WhatsApp había muchas personas que circularon las fotografías de los cuerpos colgados y de los otros cuerpos dentro de la camioneta.
A Juan Ignacio le pesa el corazón, dice sentir como si fuera de plomo. Llora y se limpia para que no lo vean sus hijos, su madre o su esposa, porque cree que debe ser fuerte, que mañana le tocará salir a buscar trabajo y conducir su coche como conductor privado de una aplicación para seguir como si no pasara nada. Aunque sabe muy bien que eso no es verdad.