En la biblioteca de mi padre Frederick Forsyth ocupaba un lugar prominente. Con él, y Eric Ambler y luego Ken Folletaprendí a leer la novela de espionaje inglesa. Hoy ha muerto y con él se apaga una forma de mirar el mundo. No solo un narrador. No solo un periodista. No solo un espía que eligió contar lo que sabía en clave de ficción. Ha muerto el hombre que nos enseñó a escribir con la precisión de un cirujano y a leer con la ansiedad de quien sabe que cada página puede contener una revelación, un giro, un disparo.
Murió en su casa de Buckinghamshire, a los 86 años. El hombre que viajó a Biafra, que cubrió guerras y complots, que trabajó en la BBC y en Reuters, que supo del miedo real —no el miedo de las novelas, sino el que se siente en la nuca cuando estás demasiado cerca de una verdad incómoda—. Murió alguien que hizo del oficio de contar un acto de inteligencia, no solo literaria, sino estratégica.
El día del Chacal no fue solo una novela publicada en 1971. Fue una conmoción. En 35 días de escritura casi febril, Forsyth delineó no solo una historia impecable —el intento ficticio pero plausible de asesinato de Charles de Gaulle por un francotirador contratado por la OAS—, sino un nuevo estándar para la narrativa de intriga. El héroe ya no era un espía elegante al estilo de Bond, sino el procedimiento mismo: los sellos falsificados, los pasaportes robados, las habitaciones anónimas de hotel, el burocrático terror de los sistemas que todo lo vigilan y, sin embargo, pueden ser burlados.
Forsyth inventó —aunque nunca reclamó la patente— el thriller moderno. El thriller que se escribe como un informe de inteligencia. El que se documenta hasta el delirio. El que exige al lector que no solo lea, sino que investigue, que se sumerja, que sienta la claustrofobia del dato verificado. Nos enseñó que una buena novela no necesita adornos si tiene estructura. Que la tensión no se fabrica con frases bonitas, sino con acciones irrevocables.
En sus páginas no había espacio para la floritura ni para la psicología al uso. Había precisión, exactitud, fatalismo. Como si el mundo —nuestro mundo, el de las cancillerías y las agencias, el de los mercenarios y los banqueros, el de los dictadores y los arrepentidos— fuera una maquinaria tan siniestra como fascinante. Y él, desde su escritorio, descifraba los planos.
Pero su legado no se limita al mundo anglosajón. En España y América Latina, donde el thriller tardó más en ser tomado en serio, Forsyth fue faro y modelo. No siempre citado, no siempre admitido, pero siempre presente. Pedro Gálvez, traductor cuidadoso de su obra, ayudó a que su método de precisión llegara en español con toda su densidad intacta.
Lo que Forsyth deja no es una serie de tramas memorables —aunque las tuvo, y muchas—. Es una ética de la narración. Es la convicción de que contar bien una historia implica conocer hasta el último detalle, que la tensión nace de la estructura, que no hay ficción más poderosa que la que parece un memorándum filtrado.
Hoy su muerte nos deja huérfanos. Porque ya no quedan muchos como él. Porque sus herederos escriben en un mundo donde el dato se desprecia, donde la especulación ha sustituido a la documentación, donde la verdad ya no importa tanto como el escándalo. Forsyth no fue un escandalizador. Fue un estratega. Y leerlo era aceptar el pacto de seguir su juego con la inteligencia despierta, sin concesiones, sin adornos, con el pulso frío del buen profesional.
Frederick Forsyth nos enseñó que se puede escribir sin exhibicionismo y aun así dejar al lector sin aliento. Nos enseñó a no subestimar al lector. A creer que la literatura podía ser, también, un acto de decodificación. Que escribir podía ser una forma de espionaje.
Por eso duele su muerte. Porque con él se va una manera de mirar y de contar. Porque el mundo de hoy —el de las redes, los algoritmos, las verdades deformadas— necesita más que nunca la claridad meticulosa de su prosa. Porque quienes aprendimos a escribir leyéndolo sabemos que, aunque nunca lleguemos a su nivel, al menos tenemos una brújula. Y esa brújula —con precisión casi militar— apunta siempre a la verdad. A esa verdad que solo puede alcanzarse cuando se escribe como él: con disciplina, con valentía, y con el corazón frío del que sabe que no hay historia más poderosa que la que podría ser cierta.