¿Usted recuerda, hipócrita lector, su mejor primera vez?
Además del delicioso, claro. Me refiero a todas las demás primeras veces de la vida.
Cuando somos niños, todas las primeras veces parecen dignas de álbum familiar: mi primera palabra, mi primer chichón, mis primeros pasos, el primer diente que se me cayó, mi primer día de escuela…
Todas documentadas con foto, aplauso y hasta lágrima.
Pero conforme vamos creciendo, las primeras veces ya no sorprenden tanto. O simplemente dejamos de celebrarlas.
Pero qué tal el primer amor, ¿eh?
Ese sí que nos pega de lo lindo, ¿apoco no?
Déjeme platicarle: yo era una romántica. Bueno, no. Cursi.
De esas que dedicaban poemas y canciones —y luego me arrepentía, claro— porque cuando la historia se acababa, ya no podía escuchar ni el intro sin que me doliera el alma.
Imagínese: ahí andaba yo, borrando mi propio playlist por culpa del susodicho que me rompió el corazón.
Y una cree que, cuando se acaba ese primer amor, ya no volverá a enamorarse. Qué tragedia. Se tira al drama con sus buenas dosis de alcohol… o con el vicio que mejor se le acomode al duelo.
A mí, por ejemplo, me daba sí, por la fiesta, pero también por leer. Mucho.
La literatura japonesa tiene un no sé qué que duele sabroso. Si quiere desahogarse con drama fino, búsquese algo de Banana Yoshimoto —eso sí, con pañuelos a la mano, porque va a acabar con los ojos hinchados.
En uno de mis pocos duelos —porque la verdad no fui tan noviera— leí una novelita muy digerible: El amor dura tres años.
En su inspiración autobiográfica, Frédéric Beigbeder parece que desacredita el amor, como hacemos todos los despechados. Pero después… ya no.
Y es que, con el corazón roto, cuesta creer en promesas. En eso de las relaciones serias.
Hasta que llega la persona de a de veras.
La que te hace doblar las manitas y decir: “Ah, caray… ¿pues no que no?”
En ese entonces, para mí, todo era un “meh, maldito amor”. Y seguía aferrada a mis libros de Bukowski y John Fante, bien fatalista.
Pero un día me di cuenta de que ya lo había entendido todo… sin saber que lo había entendido.
Porque sí: el verdadero amor no es el primero.
Es el último.
Hablando estrictamente de parejas —no del amor materno, ecológico ni animalista—, me refiero a esa persona con la que decides compartir lo que te queda de vida.
Aunque suene a tarjeta Hallmark.
Esa persona que, finalmente, te da paz.
Y no es que no haya peleas —claro que las hay, y muchas—, pero nunca de las que involucran agresiones, violencia o infidelidades. Jamás de ese tipo.
Se trata de encontrar a alguien con quien puedas ser tú sin sentirte invadida.
Que si deciden tener una familia, no sea una decisión unilateral, sino en equipo.
Que no se trate de renunciar, sino de sumar.
De acompañarse, aunque a veces se camine en silencio.
De hablar de proyectos en conjunto, de salir adelante, de ser el fan no. 1 del otro y, cuando haga falta, decirse la verdad aunque duela.
Incluso de fracasar, rasparse, llorar… y salir del hoyo juntos. Aprender. Volver a intentar.
Ese último amor que te enseña que ser vulnerable no es ser débil, y que no tienes que ser fuerte todo el tiempo.
Que te enseña —como aquella canción de Shakira, cuando aún hacía buena música— a querer los gatos… y él, a amar los tacos.
Puedo presumirle, querido lector, que ya lo entendí.
Y que a estas alturas el romanticismo toma otra forma: ya no son poemas ni regalos, sino decisiones de vida.
Mudanzas.
Cantidad de hijos.
Qué negocio poner.
Le soy sincera: me siento como en un videojuego. Acabo de pasar un nivel y sé que vienen cien más.
Pero no estoy sola. Y no tengo miedo.
Aunque ahora sí viene la parte más difícil: criar un hijo.
Y que Dios nos ampare.
“Porque las mejores palabras de amor
están entre dos gentes que no se dicen nada (…)
(Tú sabes cómo te digo que te quiero
cuando digo: ‘qué calor hace’, ‘dame agua’,
‘¿sabes manejar?’, ‘se hizo de noche’.
Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías,
te he dicho ‘ya es tarde’, y tú sabías que decía ‘te quiero’.)”
—Jaime Sabines