Era 1999 y Donald Trump quería lanzarse como candidato del Partido Reformista a la Presidencia de Estados Unidos. Aunque poca gente lo tomó en serio y aunque él mismo desistió al final, el Sunday Herald de Escocia le comisionó un perfil a Christopher Hitchens, quien retrató fielmente la esencia del personaje. Una de las grandes incógnitas que nos hacemos ahora, por ejemplo, es cómo Hitchens hubiera resuelto la contradicción entre Hillary Clinton y Trump en 2016. Sabemos que auténticamente detestaba a Hillary. Mantuvo una campaña activa en contra de su presidencia y publicó un libro entero sobre las tropelías de la familia Clinton. También abominaba a las políticas identitarias y a los progresistas como Kamala Harris. Hubiera sido un gran crítico del wokismo. Sin embargo, a juzgar por este perfil, y conscientes de que Hitchens era un cosmopolita ilustrado antipopulista, la incógnita es más vigente que nunca. En esta ocasión, publico por primera vez traducida al español la única semblanza de Trump que escribió Christopher Hitchens. (Pablo Majluf)
La marca Trump
Christopher Hitchens
Vaya nombre para abrirse paso. Cuando quiso escapar los suburbios neoyorquinos y entrar con corbata en Manhattan, Ralph Lauren tuvo que renunciar a su nombre real, Ralph Lipschitz, por razones que no hace falta explicar. A diferencia del joven Trump, Lauren venía de la pobreza, igual que su padre. Trump Sr., en cambio, ya era un tiburón de mediano calibre en el negocio inmobiliario y supo darles un empujoncito a sus vástagos. Pero su mejor herencia fue, sin duda, el apellido. Trump. Una marca perfecta para un magnate de casinos. Trump. El sonido exacto —como un puño acolchonado cayendo sobre una mesa de caoba— para un corredor de apuestas disfrazado de empresario. Trump. Un nombre plausible para la cola de un avión de línea barata. Trump. Una rúbrica que inspira suficiente confianza para firmar rascacielos o discotecas. Pero ¿Presidente Trump? En absoluto inverosímil como nombre para un estadista. (Sobre todo si se le compara con “Bush” o “Gore”, que como nombres —dejando de lado a las personas— invitan a la parodia.)
Lo que sí fue un error fue “Donald”. Tiene ecos de graznido. Camina como broma. En el inconsciente colectivo sólo existe un Donald, y es de caricatura. El propio Trump parece sentir esa ridiculez latente, y en un esfuerzo de autoconciencia mal digerida ha optado por apodos aún más penosos: “El Donald” y, más recientemente, el insufrible “Trumpster”.
Entonces, ¿cuál es el que cuenta: Trump o Donald? La respuesta a esa pregunta —que parece tonta— puede tener más consecuencias de las que admite. Porque este personaje de múltiples alias es, a su manera grotesca, un espejo de su país. Y porque el ciclo electoral actual ha alcanzado tal grado de absurdo, que sería imprudente descartar cualquier escenario. Este mismo mes, en Miami, Trump se dirigió a una audiencia de exiliados cubanos y les prometió —como lo han hecho ocho presidentes y Dios sabe cuántos candidatos desde 1960— que al llegar al poder le diría a Fidel Castro simplemente: “Adiós, amigo”. “¡Viva Trump!”, corearon en respuesta, una frase que no suele escucharse cuando El Trumpster pasa en limusina por las calles de Nueva York.
Claro, hace diez años todo esto habría parecido diez veces más cómico. Recuerdo haber asistido a la inauguración de la Trump Tower en Manhattan, a principios de los ochenta, década que El Donald logró simbolizar con exactitud obscena. Ya entonces circulaban chistes sobre su “complejo de edificación” incluso mientras desfilaba por el lugar, tratando al gobernador Cuomo como a un siervo afortunado de haber sido invitado. (Debo admitir que algo de verdad habrá en lo freudiano: todo lo que hace Trump —de yates a aviones— debe ser “el más grande jamás visto”. Es su frase favorita. En su último “libro”, pomposamente titulado El Estados Unidos que merecemos, se describe como “el Sueño Americano, en tamaño extra grande”.)
Unos años después, visité el club que montó en Palm Beach, que es lo más cerca que espero estar de ver a Citizen Kane en carne y hueso. El “club” era en realidad su conversión hortera de una de las mansiones privadas más exquisitas de Estados Unidos: Mar-a-Lago, construida por la legendaria anfitriona Marjorie Merriweather Post. “Mar a Lago” quiere decir “del mar al lago”, y se refiere a los terrenos que van desde el Atlántico hasta el canal intercostero. Un palacio barroco-renacentista convertido en resort, con membresías de 25 mil dólares. No recuerdo quién me llevó a ese templo de la codicia, pero sí que Trump estaba presente. Sentado ahí, esplendorosamente inseguro, mientras una Marla Maples medio sedada fingía ser la anfitriona ideal. Su mirada oscilaba entre: “¿Hay algo que pueda darte?” y “¿Hay algo que no tenga?”. El efecto era tan risible como inquietante. Como grita Zero Mostel en Los productores de Mel Brooks: “¡Si lo tienes, muéstralo!”. En el caso de Trump, el mostrar parece ser el goce en sí. Por ejemplo, se ha comentado últimamente su aversión a dar la mano, ese gesto básico para cualquier candidato que se respete. Trump es un fóbico de los gérmenes. Un amigo jura que todo ese mito de las supermodelos es puro teatro: sin un acuerdo prenupcial y un certificado médico, no se atreve ni a tocarlas. Pero aparecer con una mujer-trofeo —como su entonces acompañante, la eslovena Melania Knauss— eso sí es fundamental. “Si quiero una primera dama, puedo conseguirla en 24 horas”, alardea El Donald. “La única diferencia entre los otros candidatos y yo es que soy más honesto… y mis mujeres son más guapas.” Mis mujeres. ¿Qué pensará él que piensan ellas? ¿Por qué cree que lo dejan? ¿Qué imagina que son?
Claro que hay diferencias reales entre Trump y el resto del zoológico. Tiene una base de datos de seis millones de potenciales votantes sacada de los registros de sus casinos en Atlantic City. Tiene reconocimiento de nombre. Puede presumir de haber tenido una vida fuera de la política. Es el único candidato que propone un aumento de impuestos, uno gigantesco, para los ricos, con el fin de pagar la deuda nacional. Demagogia fiscal, sí, pero llamativa y fácil de entender. En cuanto a ideas o programa, lo suyo es el menú típico del millonario hiperactivo con déficit de atención: en política exterior, echar a Castro y amenazar con bombardear Corea del Norte; en asuntos domésticos, aspavientos a la Ross Perot. Como sólo busca la candidatura del Partido Reformista —un imán de excéntricos y resentidos—, ni siquiera parece particularmente estrafalario. Sus oponentes internos incluyen a un luchador profesional calvo, conocido como “El Cuerpo”, y a Pat Buchanan, a quien muchos ya ven como nostálgico del Tercer Reich. (Su principal asesor político es Roger J. Stone, formado en los trucos sucios de Nixon durante el Watergate. Así que no, la candidatura de Trump no representa una ruptura con la vieja mafia de Washington.)
El elemento de narcisismo y fantasía, sumado a ese dogma muy estadounidense de que “cualquiera puede ser presidente”, hace que para una celebridad aburrida y errante, lanzarse a la presidencia sea el Everest de la mentalidad “hazlo todo”. Que se burlen los liberales elitistas, si se atreven. Su mejor carta es Warren Beatty, cuyo mayor mérito es haber hecho con la flor y nata de la feminidad estadounidense lo que Trump —y Clinton, ya que estamos— sólo sueñan haber hecho.
Otro elemento crucial: el del “niño que vuelve”. A los americanos les gustan sus magnates extravagantes cuando han probado el fracaso. Después de su apogeo entre rascacielos hace 15 años, “Trump” se volvió sinónimo de bancarrota. Ya desde 1974, en la época de la casi insolvencia de Nueva York, Trump contrató a Louise M. Sunshine (sí, así se llama), expresidenta del comité financiero del gobernador Carey. Desde entonces, tuvo un olfato casi sobrenatural para detectar propiedades vacías en Manhattan: el Centro de Convenciones donde estuvo la vieja Penn Station, el Hotel Commodore… lo que se te ocurra. Y, claro, recibió beneficios fiscales generosos por invertir en la Gran Manzana.
No fue sino una década después que el Congreso cerró el hueco fiscal por el que Trump había logrado pasar legalmente una cuadriga entera. El estallido de la burbuja inmobiliaria lo dejó con una montaña de deudas. Su suerte fue que los bancos le habían prestado tanto que no podían permitirse dejarlo caer. Aun así, tuvo que ceder el control del Plaza Hotel, poner a tierra su aerolínea, vender su megayate y bajarse de su jet ejecutivo. También cambió de esposa —alegando pobreza con tal convicción ante la esquiadora checa Ivana, que probablemente aún no se perdona haberle creído. De ricos a rotos y de vuelta a ricos —lo que en Madison Avenue llaman “fracasar hacia arriba”— es un relato que vende. Como se salvó a sí mismo lanzándose de lleno al negocio de los casinos y las tragamonedas, Trump aprovechó para reinventarse como hombre del pueblo. Amigo del votante obrero. Para lograrlo, hay que ser inmune a la vergüenza. Un periodista del New York Daily News creyó y publicó que Trump ganó 20 millones apostando un millón al no favorito en la pelea Tyson vs. Holyfield. El New York Post se tomó la molestia de consultar con las casas de apuestas en Las Vegas. ¿Tal apuesta? Nunca ocurrió. Pero es más que probable que más gente escuchara y creyera la primera versión que la corrección. Así se construyen las reputaciones populistas.
O las megalómanas. Trump tiene grifos dorados en sus baños, como si nunca hubiera escuchado un chiste sobre eso. Lleva cuadros impresionistas en su avión y puede decir el precio, pero no el autor. “Posee” los concursos de Miss Universo, Miss América y Miss Teen América.
Cuando estaba con Maples, la empujó a actuar en Broadway, en The Will Rogers Follies. Ella estaba aterrada. Él, extasiado. Recuerden la escena en Citizen Kane donde el magnate pierde la razón y construye una ópera para su amante sin talento. Ah, y su jefe de seguridad —una especie de refrigerador humano— se llama, no es broma, Matt Calamari. Un caricaturista sería despedido por inventar algo tan obvio. ¿Dónde acaba el acto y empieza la vigilia?
Quizá puedan responder los vecinos de Manhattan que verán desaparecer su luz natural bajo otra mole innecesaria de Trump. (La más reciente empequeñecerá a las Naciones Unidas.) O tal vez los empleados extenuados o las exes maltrechas. La mejor conjetura es que estamos ante un hombre que teme estar solo, que necesita aprobación constante, que dice jugar mejor de lo que juega, que es grosero, impulsivo, emocional y desmesuradamente optimista.
Para sus fans, él es América, como lo fue William Randolph Hearst antes de que su voracidad lo devorara. Aquél tenía cierta grandeza. En este caso, El Donald aplasta a Trumpster la mayor parte del tiempo… pero no logra disipar el tufo de farsa.