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sábado, junio 28, 2025

Le fabuleux destin de moi-même

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No sé por qué tengo la impresión de que las verdaderas historias de amor nacen de una tragedia. O sea, como que el dolor previo o te aleja o te retiene. Sin medias tintas.
Me explico: hace ocho años andaba yo por Europa sin expectativas amorosas. Nada de encontrar algún güerito para “mejorar la raza”. No. Iba a darme un baño de arte, arquitectura y cultura. Clásica, de preferencia. A eso iba… pero acabé con algo más. Alguien más, para ser exactos.
Madrid me fascinó. Me planté frente a Las Meninas como si me fueran a contestar. Y el Guernica… pura angustia cubista. Toledo fue un viaje a la Edad Media, pero sin peste ni hogueras.
Luego, claro, París. La capitale de lamour. Desde el avión ya te hipnotiza la Torre Eiffel. Caminar por los Campos Elíseos, conocer el Arco del Triunfo y Montmartre son cosas que uno debe vivir sí o sí. Todavía alcancé a ver Notre Dame antes del incendio, con su capillita dedicada a la Virgen de Guadalupe. Aunque algo que no logro superar es el Louvre, ¡se me quedó tatuado en el alma!
Pero, para ser franca, a París la llevo en el corazón por una razón menos cultural, y más… cardíaca.
Imagine el hipócrita lector la escena: jóvenes veinteañeros —pero ya más cerca de los treinta que de los veinte, seamos honestos— brindando una despedida parisina con vino, por supuesto.
De regreso al hotel, ya bien entonados, fui por los vasitos que te dejan para lavarte los dientes y continuar la tertulia. Y en el pasillo, ¡zas!: me topé —como luego lo bauticé— con un francesito que me llamó la atención. Excusez-moi el atrevimiento.
Bonjour —me dijo.
(Y sí, con ese tonito seductor que confirma la fama… o bueno, eso pensé yo, muy embriagada de vino y emoción).
Hola —le respondí.
Porque con mi curso exprés de francés no quise arriesgarme a que me corrigiera la pronunciación —esa otra fama que también cargan con orgullo.
¿mo estás? —me suelta… ¡en español! El muy políglota.
Me sonrió. Le sonreí. Y cada quien siguió su camino: él al elevador, yo al cuarto sede de la fiesta. Porque al día siguiente partíamos rumbo a Grecia.
Pensé que sería un encuentro fugaz, una chispa de pasillo, una anécdota para adornar sobremesas. Pero no. Como decimos por acá: cuando te toca, ni aunque te quites; y cuando no, ni aunque te pongas.
Horas después, pasada la medianoche y bien entrada la madrugada, alguien golpeó la pared de nuestro cuarto. Supusimos que era la manera civilizada de pedir que bajáramos el volumen. Ya íbamos a dispersarnos cuando uno de mis amigos fue a disculparse con los vecinos.
¿Y quién abre la puerta? Exacto: el francesito. Y no estaba solo. Celebraban un cumpleaños entre amigos, aunque el festejado ya había sucumbido al alcohol y dormía en la cama más cercana.
Nos invitaron a unirnos, o nosotros a ellos —eso ya no lo tengo tan claro—, pero la fiesta continuó.
Para mi sorpresa, el francesito resultó más serio de lo que aparentaba en el pasillo. Observador. Reservado. Y educado: me confesó después que estaba calculando si alguno de mis acompañantes era mi novio, porque ante todo, el respeto entre caballeros.
Su amigo, mientras tanto, decidió no perder tiempo con cálculos ni protocolos. Comenzó a coquetearme con la intensidad de quien siente que la noche es corta. Pero yo ya tenía otro objetivo trazado y, digamos, el corazón apuntando en otra dirección.
Una vez aclarado que mi soltería era legítima y no táctica, el francesito procedió a la conquista.
Ya puede dejar de imaginar, hipócrita lector.
Llegó entonces el momento de abandonar mi spot del amor. Mi idea, honestamente, era irme sin despedirme. Supuse —y tal vez quise suponer— que tanto para él como para mí había sido una noche de copas, una noche loca.
Salí del hotel, acompañada de un amigo que quería comprar souvenirs. Y de regreso me encontré con una escena inesperada: el francesito me buscaba con desesperación. Me lo topé justo en el pasillo donde nos habíamos cruzado por primera vez y me abrazó como quien recupera algo que ya daba por perdido.
Estaba preocupado. Pensaba que me había ido sin despedirme y, a diferencia de mí, él no quería que eso quedara como “algo casual”. Desayunamos juntos y, desde ese momento, ya no me soltó.
Aquí es donde la trama se complica. Entra en escena la persona que organizó el viaje: no era mi novio, ni mi pareja, ni nada nos unía amorosamente, pero sí era —en ese entonces— mi mejor amigo. De esos que “ni pichan, ni cachan, ni dejan batear”.
El susodicho se había ausentado de la fiesta para adelantar el check-in del grupo. Al volver, me vio con el francesito y no paró de enviarme mensajes del estilo “eres una…”, pura ternura, ¡por supuesto!
La ironía es que el amigo en cuestión —unos meses antes— había viajado a Japón, donde inició una relación con una japonesa a la que estuvo haciendo videollamadas durante todo el viaje. Así que hasta la fecha sigo sin explicarme su gran indignación.
Al momento de dejar París, el francesito no se despegó de mí. Nos ayudó a conseguir las vans al aeropuerto y hasta aguantó las malas caras y desplantes del personaje anterior, que ya a esas alturas parecía villano de telenovela.
Y a todo esto, ¿dónde quedó la tragedia de la que hablaba al inicio?
Resulta que en el hotel donde nos hospedamos había un grupo de personas rescatadas de San Martín, una isla que, en septiembre de 2017 —el mismo mes del sismo en México— fue devastada por el huracán Irma, uno de los más destructivos del Caribe. Entre ese grupo estaba —sí— el francesito.
Antes de despedirnos, por supuesto, intercambiamos números y Facebooks, con la promesa de que, en cuanto él consiguiera un celular —recuerde que venía del desastre, donde lo perdió todo— me contactaría.
Uno de mis amigos —el sociable que una noche antes había invitado a los franceses— sin dudarlo le regaló un teléfono adicional que llevaba “por si acaso”. Ese gesto, hasta hoy, lo recuerdan ambos con ilusión: fue el modo en que logramos mantenernos en contacto hasta volver a vernos.
Al intercambio de promesas y redes sociales, el francesito le sumó un osito de peluche. Me dijo que era una de las pocas cosas que había logrado conservar del huracán. Me lo entregó como muestra de cuánto significaba yo para él, por la carga simbólica del muñeco —pero eso lo contaré otro día—.
Así fue como, sin buscarlo, empezó mi historia de amor: con vino en vasitos de hotel y un pasillo parisino.
Por cierto, Jimmy es el nombre del francesito. De mi francesito.
Y como dicen algunos, las mejores historias no se terminan… se interrumpen.
Continuará.

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