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jueves, noviembre 21, 2024

Las mujeres divorciadas

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En los años sesenta abundaron películas sobre divorciadas. El guión era similar: Una mujer jugosa en carnes (en esa época las mujeres tenían pantorrillas de ensueño) descubría que su marido era infiel y todo terminaba en drama. 

Muchas lágrimas después, la mujer era acosada por quienes antes la trataban con respeto, en particular por los amigos de su exmarido y los esposos de sus mejores amigas. Las insinuaciones eran verbales y con tocamientos por debajo de la mesa. Ya se sabe: Un zapato masculino le daba ligeros golpecitos a una zapatilla, misma que se movía para evitar confusiones. En la calle, la mujer divorciada era presa de las murmuraciones y comentarios soeces. Por fin, la divorciada terminaba en brazos de un señor que no había aparecido en la trama para convertirse en lo que tanto despreció: En la amante de un hombre casado. 

En mi entorno, y desde mi mirada infantil, empezaron a abundar las divorciadas. Recuerdo a algunas de ellas: Mujeres guapas extrañamente solas. 

—¿Ya supieron que Lupita se divorció del compadre Felipe? —comentaba alguna tía en una comida de amigos. 

—¡No me digas, comadre! —respondía alguna mujer de la mesa arqueando las cejas, como un preámbulo de tambor de guerra. 

Los hombres no decían nada. Su silencio era ominoso. Más de uno empezaba a imaginar algún pretexto para acercarse a la nueva divorciada. 

La señora del 1 era divorciada. Tenía dos hijas: Marisela y Lupita. La primera tenía fotos de Pedro Infante en su habitación. ¿El motivo? Juraba que era su padre, aunque no lo conocía en persona. Todos en el edificio sabíamos que su mamá había tenido un romance de ocasión con el cantante y que de ahí había nacido Marisela. Viéndolo bien, le daba un aire a nuestro personaje. Algo en la mirada lo recordaba. Algo, también, en la sonrisa. 

La mamá de Marisela era bajita incluso con tacones. Vestía, siempre, ropa ajustada: Faldas, vestidos, pantalones. 

Eso dejaba ver dos cosas: Sus enormes caderas y sus nalgas firmes. Más arriba venía un talle estrecho. Las vecinas envidiosas juraban que usaba faja. ¿Y qué decir de los senos? Duros y mirando el sol. Esa estampa ya era brutal para un niño de once o doce años. La mamá de Marisela era dueña de nuestras primeras poluciones nocturnas. 

Una noche, desde el tercer piso vi cómo salía un hombre de su casa. Sin hacer ruido, el tipo la tomó del talle y le dio un beso en la boca. Tras quitarse el bilet, caminó en puntas hacia la escalera. Subió un piso envuelto en la más absoluta discreción. Cuando llegó al tercero, yo, en calidad de mirón, me hice el distraído. 

—¿Cómo estás, Marito? —me dijo ya envuelto en un paso normal. 

¡Era don Miguel Ángel, el compadre de mi papá! Le respondí con un saludo de cabeza. Sacó la llave, la metió a la cerradura y dijo “¡Ya llegué, vieja!” en referencia a su esposa. 

Nunca volví a ver con los mismos ojos a los dos infieles. El seminarista que vivía en todos los niños de los años sesenta, y en consecuencia en mí, los condenó al infierno de la indecencia. 

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