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jueves, noviembre 21, 2024

Mujeres que brotan de la tierra

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Los mexicanos somos profundamente supersticiosos, ¿o podríamos decir mejor que vivimos colgados de la fe para asirnos de algo que no esté tocado por la corrupción del hombre? 

No es algo nuevo. Todos los días escuchamos sobre desapariciones, sin embargo, cuando una de éstas se hace tan mediática, lacera más, nos pone en un estado de alerta colectivo.

Una semana antes, en el mismo estado, desapareció y apareció muerta otra chica, Fernanda, y escribimos y nos lamentamos y tuiteamos y googleamos. 

Mañana será otra u otras, más las que están debajo de la tierra ya, en el fondo de un pozo ya. 

Y sus nombres pasan de largo, y sus cuerpos se van hundiendo entre polvo, cemento y olvido. 

No suelo contaminarme tanto en búsquedas de internet por salud mental, pero, ¿quién puede mantenerse cuerdo en estos momentos? 

Tengo una hija casi de la misma edad de Debanhi. Casi de la misma estatura y cabello y color de piel. Quizás el parecido es lo que más me trastoca. 

Y leo post que se hacen vírales, cartas abiertas de madres anónimas pidiéndole a sus hijas que si se emborrachan las llamen; que si las dejan solas o si han escapado, las perdonarán. 

Yo crecí en otro país. Lejano ya. 

Fui la mentirosa más grande con mis papás a la hora de irme de pinta. Andaba en parajes solitarios en un carro sin techo y lo peor que me pasó fue quedarme sin batería. Y caminaba entre baldíos, muerta de la risa con mis amigas de la mano. O de la greña, pero juntas. 

Nunca pensé que llegado el momento me volvería una madre absolutamente neurotizada y paranoica con mi hija, que por cierto no es ni la mitad de lo rebelde que fui yo. 

Me veo y no me creo: rompiendo con el respeto que merece su privacidad; exigiéndole con los ojos desorbitados que conteste al segundo timbre y que me mande, en todo momento, desde que cruza la puerta, su ubicación en tiempo real. 

Obviamente piensa que soy una exagerada y a cada momento me recuerda las cuitas juveniles que yo misma le conté, esas que pasé a mis 18 en ese otro país, lejano ya. 

Toda la tarde haciendo zapping en noticias sobre la desaparición y muerte de esta muchacha que ya lucia fantasmagórica en la carretera. Como si la lente presintiera su final.

¿Y los ojos? ¿Los ojos que la vieron por última vez? ¿En dónde están esos ojos? Y las bocas que se callaron en el mes más cruel de todos. 

Este país desastre nos va convirtiendo cada día en seres con una resistencia enfermiza. ¿Mutaremos hasta ya no sentir nada? 

Los caracoles no hablan. Ni los ángeles ni el tarot. 

No hay quien devuelva esas vidas, pero sí que hay quien debe procurarlas. 

Los mexicanos somos supersticiosos por necesidad. Es otra forma de fe. 

Como los gps o los rastreadores del celular. 

Impensable desearle a mi hija una juventud tan salvajemente libre y feliz como la que tuve… cuando lo más canijo que te podía pasar al pasarte de fiestera era una paliza de tu mamá. 

Le tocó un tiempo en el que las niñas se volvieron rábanos que brotan de la tierra; encontrados en un terreno baldío y por casualidad… si bien les va. 

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