Sé lo que es estar sin luz eléctrica.
Por eso entiendo a los españoles que este lunes sufrieron un apagón insólito que sacó lo peor de algunos.
La tarde del lunes 5 de marzo de 2019, el fantasma de Manuel Bartlett me visitó en forma por demás escalofriante.
Estaba viendo en Netflix una serie sobre las autodefensas de Michoacán cuando de repente se apagaron, al mismo tiempo, la pantalla y el Apple TV.
Llamé al equipo de Vigilancia del fraccionamiento para investigar si ellos tenían el mismo problema.
—No, señor Mejía, lo que pasa es que unos trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad entraron a cortar la luz de cinco domicilios.
Empecé a quejarme porque el recibo bimestral no me había llegado, o porque si llegó, alguien lo había guardado, o porque si lo guardó, había quedado oculto: lejos de la vista y de la posibilidad de pagarlo en los cajeros —normalmente inservibles— de la CFE.
Entré a la aplicación de la oficina de Bartlett y pagué.
Luego llamé al 071.
Una voz femenina tomó mis datos y me dijo que el servicio sería restablecido —“cuando mucho”— en veinticuatro horas.
—¿Es decir que hoy no me van a poner la luz, señorita? —pregunté tembloroso.
—Crío yo que no —respondió entre apática y burocrática.
—¿O sea que por la ineficiencia del licenciado Bartlett tendré que esperar a que la pongan mañana? —rezongué.
—Crío yo que sí —dijo sin perturbarse.
—¡Su servicio es una basura! —rematé furioso.
—Gracias por llamar a la Comisión Federal de Electricidad, señor Mejía. Fue un gusto atenderlo —fingió la mustia.
Adivine un escenario atroz: en las próximas horas no podría seguir viendo las historias del doctor Mireles en Michoacán, mi wifi estaría indispuesto, la comida del refrigerador se echaría a perder, los hielos se transformarían en agua, el chile atole se volvería una masa nauseabunda, la falsa leche de Emilio Maurer se cortaría, la carne de Ryc se pondría sebosa, los nopales perderían su esencia mexicana, la bomba de la cisterna sería pieza de museo…
Y todo por culpa del fantasma del licenciado Bartlett.
Resignado, encendí mi iPad y descubrí el libro que Tatiana Clouthier escribió sobre el 1 de Julio: “Juntos hicimos historia”, publicado por Grijalbo.
En tinieblas, perdido en las sombras impuestas por la CFE, leí pasajes que iban de lo idílico a lo abúlico, de lo abúlico a lo búlico, de lo búlico a lo sórdido, pero, también, de lo sórdido a lo ebúrneo, a lo bucólico, a lo platónico.
Tres cosas llamaron mi atención: la furia que ella y su familia le guardan al licenciado Bartlett.
En varios momentos, la autora evidencia su fobia antibartlista.
Incluso relata cómo en un acto público el propio López Obrador se dio cuenta de que Tatiana Clouthier se movió de lugar para no aparecer en las fotos al lado de su odiado enemigo.
Terminé el libro como lo empecé: completamente a oscuras.
Pensé en Bartlett y en la Comisión Federal de Electricidad.
Aquilaté el servicio de energía eléctrica que normalmente ignoramos.
Nunca le damos a las cosas la dimensión que tienen.
Basta con hacer click en la pared para que se encienda el mundo.
Cuando ese click no responde —como ocurrió en España en las últimas horas—, inicia el drama.
¿Qué servicio es más necesario: el agua o la luz?
La falta de agua trae consigo la sequedad del alma.
La falta de luz nos lleva a la oscuridad.
No a la noche tibia de San Juan de la Cruz: a las sombras tenebrosas de monsieur Bartlett.
Sin luz no hay Netflix ni wifi.
No hay cerveza fría en la nevera.
No hay un poco de luz en nuestra aurora.
Bartlett y la CFE castigaban al moroso.
(El primero ya no está. Ya se fue).
Pero, aunque el moroso pagara, el licenciado y su oficina alargaban la tortura.
El “Crío que no” de la señorita que atendía el 071 fue una señal ominosa durante su mandato.
No hallo forma más abyecta de maldad.
En España, Podemos evitó que el corte de la energía eléctrica sea la cereza del pastel del régimen en contra de los más pobres.
En el México de la Cuarta Transformación tendría que haber un poco de piedad no sólo para el que sufre: también para el que no tuvo recibo en la mano para pagarlo.
Nunca había maldecido a Bartlett durante tantas horas.
Al cierre de ese día sin luz, terminé por resignarme y fui a comprar unas velas a un bazar religioso de las Carmelitas Descalzas.
Me dormí —como millones de españoles— maldiciendo el mundo y esa circunstancia que me obligaba a estar solo conmigo mismo: como un monje budista en el Tíbet.