Un muchacho de 18 años de edad a bordo de una camioneta blanca —¿Audi, Mercedes Benz, BMW?— arrolla a un motociclista. Es de madrugada. El muchacho va ebrio. Ebrio se baja de la camioneta —auxiliado por un agente vial— y ebrio ve el desastre. Mira todo como Putin viendo a los muertos de Bucha: con esa mirada entre perdida y sórdida que tienen los borrachos y los tiranos.
¿Qué piensa el junior en ese momento? ¿Qué borrasca se mete en su mente?
El video muestra escenas delirantes. La mamá del motociclista que yace sangrando en el pavimento le grita “¡asesino! ¡Mierda! ¡Mira cómo dejaste a mi muchacho!”. Luego corre hacia dónde está la víctima, y escupe —con ese llanto entre mudo y ruidoso de Sean Penn en la película Río Místico—: “¡No te mueras, hijito! ¡Resiste, resiste!”.
La demencial escena deja ver a una hermana del motociclista que grita juicios de valor ante el desastre. Y en ese contexto opina —también a gritos— que el junior está borracho, drogado, o las dos cosas. Al mismo tiempo, le ordena al agente vial que no lo deje ir. La respuesta es institucional: “Orita viene el perito. Orita viene”.
Imaginemos la escena previa: el junior de la camioneta blanca sale del bar en el que estuvo celebrando con unos amigos su extraordinaria vida. Seguramente bebió mezcal. Shots de mezcal. ¿Cuántos caben en un pasaje de euforia a los 18 años de edad? ¿Diez, quince? Con esa cantidad dentro, en plena madrugada, sube a su camioneta de rico con ganas de gritarle a todos que su vida es única y feliz porque vive en una casa de lujo en un país que a duras penas tiene lo mínimo necesario.
Imaginemos al padre del junior: abogado poderoso de una trasnacional. Amigo del director de una empresa del gobierno con contratos generosos. Constructor brillante metido en el delirio de Dos Bocas.
El junior vive la biografía de su padre como propia y eso lo convoca, a sus 18 años, a apropiarse de las calles a bordo de su camioneta. Seguramente en ese trance, tras un pase o dos de coca, se encontró con un modesto motociclista que iba a su casa cobijado por la oscuridad: único espacio de luz para buena parte de la población.
Los juniors normalmente no soportan a los motociclistas. Menos a los ciclistas. Los ven como seres menores que sólo saben hacer una cosa: estorbar. Con esos juicios de valor en la tórrida mente, el junior seguramente se le cerró una o dos veces al motociclista. Y fue en ese trance, faltaba más, que lo impactó brutalmente con su camioneta.
Imaginemos el escenario: el golpe lanza la moto a unos metros y al conductor le rompe la cabeza, los huesos, el alma misma. La sangre aparece como un elemento natural. En toda tragedia hay sangre. Sangre espesa, lúbrica. Todo indica que el accidente ocurre a unos pasos de la casa materna, pues cuando la señora le grita al junior éste sigue al frente del volante de la lujosa camioneta blanca. Y nunca falta el videoasta ocasional que se pone a filmar la escena buscando los ángulos más turbios.
Veo una y otra vez el video para leer lo que pasa en las cabezas de los protagonistas. Soy como esos mirones que ven todo mientras comen una torta de queso de puerco y hacen comentarios que no vienen al caso. La expectación mata a cualquiera.
Últimamente me solazo viendo videos de accidentes viales. Y es que hace unas semanas iba yo por una avenida poblana cuando un auto se me cerró salvajemente. Driblé como pude, pero terminé estampándome contra un poste.
Fue un golpe breve —casi un beso—, tanto así que el impacto me costó 8 mil 500 pesos. Nada que ver con la tragedia del junior de la camioneta blanca.
Desde ese día he madurado notablemente como conductor. Si veo que alguien quiere jugar carreritas conmigo, le cedo el paso. Si llevo a mi derecha un motociclista, le digo “pásele, señor”. No intento competir con nadie. No quiero pasar a ser parte de las cifras sangrientas que enlutan a personas inocentes.
Veo en los periódicos el final desgarrador del accidente que empecé narrando: el joven motociclista falleció al ser trasladado al hospital. Nada dice la nota sobre el junior de la camioneta blanca.
¿Qué habrá pasado? Lo que siempre ocurre en este país. Los abogados del papá del junior seguramente lubricaron las manos del perito y lograron una rectificación de hechos que permitió la salida a las calles del “homicida involuntario”, porque, reza el dictamen: “el joven Andrés N no tenía la intención de matar a alguien”.
Qué le vamos a hacer. Aquí nos tocó nacer: en la región más transparente. (Esta historia aparece en el más reciente número de la revista Dorsia, cuya directora es Alejandra Gómez Macchia).