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jueves, marzo 13, 2025

Las que no llegaron

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El 8 de marzo, día tan significativo para las mujeres contemporáneas, nos llegó una noticia extraña: murió la señora Isabel Miranda de Wallace. Caída en descrédito (para buena parte de la opinión pública) por las falsas acusaciones en contra de un grupo de personas inocentes a las que les cargó la muerte de su hijo —Hugo Alberto Wallace Miranda, supuestamente secuestrado y asesinado el 11 de julio de 2005 en Plaza Universidad, en la Ciudad de México— deja una serie de preguntas sin resolver. Para empezar, año y medio después del asesinato, según algunas investigaciones periodísticas, el asesinado apareció vivo. Quien lo constató, porque lo vio, fue la señora Claudia Muñoz, madre del segundo hijo de Hugo Alberto. Doña Isabel Miranda pidió una confirmación formal a esas declaraciones de su ex nuera. Se supone que la ex de Hugo Alberto iría a declarar sobre este asunto en algún lugar de EU en estos días. El asunto puede quedar en suspenso al no haber una parte más interesada que la señora Wallace. O permitir que la verdad empiece a mostrar su rostro. 

En total, seis personas fueron detenidas arbitrariamente y dos de ellas han estado en la cárcel los últimos 17 años sin una sentencia definitiva. Entre las situaciones derivadas del esquema mortal de la señora Wallace estuvo la tortura y violación de dos personas: Brenda Quevedo y Juana Hilda González Lomelí. La clase de torturas que les aplicaron rindió frutos: las chicas se fueron sin miramientos al congelador al que se van quienes admiten culpas de manera forzada: la reclusión sin sentencia, el limbo dentro del infierno. Al parecer, el hambre de poder de la señora Wallace no acabó ahí. Los supuestos “secuestradores” debían pagar por el crimen de su hijo. Entonces ordenó “vender” a Brenda Quevedo y a Juana Hilda a los altos mandos del Centro de Readaptación Social donde las recluyeron. Dicha venta de mujeres duró años. Yo me pregunto, justo a la luz de la reflexión obligada en estos días: ¿Cómo le hizo la señora Wallace para instaurar un imperio de terror dentro de un centro penitenciario, al cual llegó a entrar en las madrugadas, me imagino que a presenciar las torturas de las chicas? ¿Qué clase de vínculos mantenía con Felipe Calderón y su oscuro secuaz García Luna? El periodista Ricardo Raphael está por sacar un libro de investigación sobre este cruento e inimaginable caso. Quizá la sensación de que la suerte (y el poder judicial) ya no estaba de su lado, inspiró la oportuna muerte de la señora Wallace. Se le veló en medio de un silencio que contrasta con el escándalo de sus acciones públicas de tantos años. Me imagino que, de ser verdad lo que muchos sospechamos, a estas alturas ya tiene otra identidad con todas las de la ley. Y ya anda de shopping en el exclusivo River Oaks, en Houston.  

Esperemos a leer el libro de Ricardo Raphael para confirmar nuestros peores temores. O para hundirnos en más dudas. Lo que me deja a mí esta noticia es el recuerdo de mis días de tallerista en el Reclusorio Femenil de Puebla. Fue toda una lucha conseguir el permiso de parte de mi lugar de trabajo. Después, enfrentarme con las burlas de funcionarios que decían: ¿Por qué te desgastas en atender a esas mujeres? No van a aprender nada, no les interesa. Ellas son basura social. Y yo en la necia que sí, que era importante que esas personas contaran sus historias.  

Difícil como fue el camino, años y muchas biografías después, aprendí que la peor forma de maltrato para las mujeres está en la cárcel. Por supuesto, los macanazos de un custodio no se comparan con las cuchilladas de un marido borracho, pero en el fondo significan lo mismo: el artero ataque a lo único que podemos considerar nuestro: el cuerpo. Las torturas a las que se somete a una mujer para quebrarla siempre incluyen la violación, los toques eléctricos en la vagina y los pechos, los golpes brutales en la cara hasta desfigurarlas. Y siquiera fuera una sola vez. No, señor. Las torturas persisten durante semanas, meses. En un lugar donde no dan ni una aspirina, donde no hay atención médica de emergencia, donde los policías torturadores se solazan viendo a una mujer menstruante desnuda, con su parte genital y sus piernas cubiertas de sangre, la recuperación de las heridas físicas casi nunca viene con la rehabilitación mental, tan necesaria. 

En la reclusión, se suelen pactar acuerdos negros para sobrevivir. Se pacta tener una “novia” que cuide de los ataques de mujeres a las que se les antojó la reserva de jabón de alguna vecina, o el shampoo, o un lugar en la litera. Se pacta con los custodios varones las visitas “conyugales” al otro lado, es decir, al reclusorio vecino, el de los hombres. Ellos pagan por tener a las mujeres más jóvenes y bonitas, a las sentenciadas sin marido, a las que tienen condenas tan largas como para no volver a ver la calle ya nunca más. Las mujeres, en cambio, no cuentan con un lugar en el reclusorio femenil (al menos el de Puebla) para poder convivir de manera íntima con sus parejas. El tráfico de mujeres en la época en que yo andaba por ahí con toda la ilusión de estar tendiendo puentes de esperanza para quienes ya se habían rendido, se llevaba a cabo de maneras muy ingeniosas. Por ahí alguna interna te sugería vestirte más colorida, usar más maquillaje, te repetía lo bonita que eras, lo rápido que harías dinero si hicieras alguna visita a ciertos lugares. No dudo que muchas de las visitantes de largo plazo cayeran, pero no eran tantas las incautas. Muchas estudiantes acudían a hacer el servicio social y de pronto ya no se veían por ahí. La dinámica carcelaria implica mucha corrupción, muchos actos que afuera nadie aceptaría llevar a cabo. Simplemente comer, lavar la ropa, conseguir toallas femeninas, entre muchas otras cuestiones del día a día se vuelven un tema de dinero y negociaciones desventajosas para quienes no tienen familiares que las visiten ni tampoco recursos propios. Porque ese es otro castigo, quizá el más severo: el abandono por parte de la familia, de los hijos, de las madres. Por supuesto, del marido o amante que ya no le ve el caso a visitar a una señora que sólo le puede invitar a un banquete (para ella) de tortas compuestas. Las mujeres de San Miguel no tienen visita conyugal en el reclusorio donde están. Si tienen una pareja estable, comprobada, pueden solicitar la visita en el reclusorio de varones. Pero no siempre se puede. Presencié el caso de una mujer del norte del país encarcelada por un asunto de drogas que se la pasaba aullando por la falta de sexo. Sus familiares tuvieron que pedir su cambio, por el riesgo de que acabara colgada de algún poste. 

Las brechas de desigualdad entre hombres y mujeres se hacen demasiado dolorosas en el caso de las personas privadas de su libertad. Por ejemplo, conseguir artículos de primera necesidad resulta un calvario para muchas mujeres, sobre todo si son jóvenes. Al ser muy caras las toallas femeninas (al interior del penal, por supuesto), las reclusas usan papel de baño, calcetines, alguna camiseta vieja. Tampoco hay suficiente agua para mantener una higiene personal adecuada en esos días. La cosa se pone peor cuando se trata de mujeres gestantes. No hay atención médica constante, ni vitaminas ni atención a los casos especiales. Mucho menos cuentan con acciones médicas de prevención de cáncer de mama, cervicouterino, Papanicolau para la detección de enfermedades de transmisión sexual ni tratamientos básicos contra enfermedades graves. Ya no hablemos de áreas de cuidados pre y postnatales. No hay áreas de seguridad para infantes, ni lactarios.  

Cada que me invitan a marchar el 8 de marzo, me niego. Las mujeres que caminan libres, que gritan por un mundo mejor para ellas, nunca incluyen a las mujeres en estado de reclusión. A ellas se les considera un problema, una constatación de lo mal que funciona la sociedad. Ya se logró la no penalización del aborto. Ahora las consignas gritan contra la violencia machista, la desaparición forzada, los feminicidios, las violaciones, contra el matrimonio de niñas con adultos, contra la guerra, contra el capital, contra la inseguridad en las calles. Para las internas, en cambio, no hay manada. No hay sororidad. No hay perdón, ni marcha liberadora, sólo tortura, un sistema judicial podrido, un cuerpo que se desintegra poco a poco hasta volverse nada.   

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