Como cada mañana, uno puede tomar café en la pequeña terraza del palacio Arianne, en Ginebra, convertido desde hace años en museo de objetos cotidianos con un extraordinario valor histórico y artístico. Se localiza dentro de un extenso parque, originalmente propiedad de la familia Revilliod de Rive, cuyo último descendiente, Gustave Revilliod, lo donó a la ciudad. Alberga también los edificios de la Organización de las Naciones Unidas desde su fundación, en septiembre de 1929, construidos en estilo art déco.
La terraza exterior, una media luna que sobresale del edificio principal, solo tiene cuatro mesas. En el interior se encuentra la barra del café, los bocados y los pastelitos. Me levanto en busca de una segunda taza. Al cruzar el umbral mis ojos no dan crédito. Lo que ven es a un diminuto hombre cuya piel cobriza apenas se asoma por los resquicios de los tatuajes que la cubren de pies a cabeza; el personaje mira con sus ojos redondos color miel las delicias frente a él. No se decide si por algo salado o dulce, o ambos. Se trata de un embajador mäori, pues los funcionarios de la ONU casi lo llevan en brazos hasta una mesa próxima.
Sorpresa, admiración, recelo son sentimientos encontrados que suele despertar esta práctica ancestral, a la que piratas y reos se aficionaron por razones muy distintas a las de los pueblos originarios de Oceanía, y hoy ha cobrado un inusitado auge no solo entre la gente de la farándula y los deportes, sino también entre el público. Se entiende que cada semana una nueva estrella de la pasarela o de la cancha se tatúe hasta los codos, pues dicha práctica milenaria va aparejada con el comportamiento compulsivo de los humanos por ser únicos; deseamos sobresalir entre los demás y, al mismo tiempo, declarar a toda hora que somos parte de la tribu.
Resulta comprensible que una pareja decida sellar y exhibir su amor mutuo con sus nombres, quizás compartiendo una leyenda o una imagen desde lo más recóndito de su corazón. Sin duda tatuarse es una forma de protesta por el encarcelamiento injusto de un hermano o la triste desaparición de una hermana, y, qué duda cabe, de perpetuar su memoria.
No se trata de una obra de arte que se cuelga en una sala, es algo que se lleva a cuestas, literalmente, a flor de piel. Si fue producto de una juerga o de un amor fugaz, volverá a doler intentar desaparecer ese amargo rastro. El cuerpo como una forma de expresión artística no se ve igual que hace tres décadas. Si preguntas a jóvenes por qué lo hacen, te dirán que es emocionante, una forma de catarsis cuando estás dejando atrás la niñez y te internas en la juventud.
Un puerto como Barcelona siempre vio con buenos ojos a los pintores de piel humana. En 1995 había uno que otro establecimiento con buenos diseños y tatuadores limpios, habilidosos. Hoy proliferan, todo mundo busca al maestro de la aguja entintada que ha intervenido la dermis de las modelos famosas de la ciudad. Muchos desean una escena de El Señor de los Anillos en un brazo que engañe nuestra vista y simule profundidad de campo. No falta el que ha pagado porque le escriban en el cuello su fervor por las bebidas nacionales: “¡Ni un día sin horchata!”, o por el equipo de la ciudad: “Barça ¡y ya!”, al pie de un bosquejo del aguerrido Carles Puyol. Pero si no lo puedes pagar, el de la esquina es bueno para anotar el año de tu nacimiento en números romanos.
Tatuarse todo el cuerpo implica que, si no eres nudista, pocos verán ciertos pasajes. Aun así, hay temerarias y temerarios que convierten su figura entera en un catálogo de imágenes tomadas, digamos, de templos budistas. Un verdadero talento artístico es el de quien puede crear sobre cicatrices.
Aunque predominan los tonos grises y negros, cada vez más vemos arcoíris en movimiento. Desde luego, las leyendas escandinavas y celtas, así como el sincretismo promovido por las mangas japonesas, son favoritas de quienes deciden ponerse a la moda. Cráneos, esqueletos, la Parca, el diablo son figuras emblemáticas que un buen tatuador debe saber dibujar. Los más apasionados no buscan crear arte. Su propósito es honrar la piel de otro ateniéndose al lema latino: Potius mori quam foedari, es decir, “antes la muerte que la deshonra”.
Parece que este adagio también inspiró al artista plástico Banksy, cuando a principios de este siglo pintó un cuadro con el propósito explícito de intervenir otro, intitulado El mayordomo cantante (1992), del recientemente fallecido pintor escocés, Jack Vettriano. Este pintor nacido en Fife, barrio tradicional de la región de Edimburgo, imaginó a una pareja acomodada bailar a la orilla del mar, mientras el mayordomo y una doncella intentan mantener desplegados sus respectivos paraguas no lejos de ellos, a quienes tiene sin cuidado el clima errático.
El genio agridulce de Banksy lo lleva a situarse de nuevo en esa playa, quizás Portobello, donde la misma pareja danza despreocupada y el mayordomo sigue luchando para protegerlos de la lluvia. Sin embargo, la doncella ha desaparecido. En su lugar vemos a un par de trabajadores de limpieza profunda dentro de sus trajes sellados empujando un tambo de petróleo crudo y, al fondo, el barco varado que ha derramado el contenido de sus tanques. El lienzo como una alegoría de la piel. Y a 25 años de su primer giro, dentro del Ojo de Londres podemos beber champaña para celebrar y sentir cómo, en nuestro anónimo impulso, intervenimos la piel del cielo.