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viernes, febrero 28, 2025

Se está muriendo la gente que no se moría

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Cuando murió mi abuelo Sandalio, yo estaba en una fiesta adolescente, y a muchos kilómetros de su lecho fatal. Él faltó en Poza Rica, Veracruz, por ahí del arranque de los años setenta. No me impactó su fallecimiento en el primer momento. Su muerte la sentí semanas después, cuando mi padre me condujo a su biblioteca (ya saqueada) para que me llevara algunos libros.

En el momento en que en la semioscuridad hallé en el piso varios tomos editados por Vasconcelos —por sus tapas los conoceréis—, sentí el peso de su ausencia en el pequeño estudio. Al mirar la Remington antigua en el escritorio vacío, supe, por fin, que la muerte de mi abuelo me dolía en el esternón y en uno de mis fémures. Sentí su muerte como una jarra de agua helada en la cabeza. Qué cosa más terrible es el espectáculo de ver un estudio vacío para siempre. Quizás en ese momento entendí el impacto de la muerte. Ya lo dijo Sabines: “Morir es retirarse, hacerse a un lado”.

¿A dónde van los muertos?, nos preguntamos todos. Quién sabe a dónde irán. En el idílico mundo religioso, hay un lugar para ellos en algo parecido al Paraíso. Ahí, nos dicen, nuestros muertos se reencuentran con quienes vienen muriendo cotidianamente. Para esos ojos, ellos son felices y comparten un espacio ideal en el que no hay bolsa de valores ni tratados comerciales, y menos aún empresas, trabajo asalariado y el inevitable sudor nuestro de cada día. Nuestros muertos no comen ni beben, sólo sonríen y se abrazan con los otros muertos. Ya imagino —desde esa perspectiva— sus conversaciones. Ahí, faltaba menos, todos se han perdonado. No hay rencores ni envidias. Las puñaladas traperas también pasaron a mejor vida. 

¿En qué camas dormirán nuestros muertos? Un sencillo análisis científico nos llevará a la conclusión de que no duermen ni toman la siesta de las cuatro de la tarde. No duermen porque los muertos, en general, no tienen sueño. Tampoco bostezan. Todos están a la espera de la muy cristiana resurrección. Desde niños nos dijeron en el catecismo que llegará un día en que los muertos regresen del más allá para reencontrarnos todos en el más acá. Esa escena, ufff, será sin duda delirante. Todos, abrazados, como en un comercial de Coca-Cola, cantando algo parecido a güi ar di güor, güi ar di children. ¡Qué jocoso!

Lo primero que los muertos dejan de hacer es hablar. Todos los muertos se meten en un pasmoso silencio. También dejan de caminar. Ésa es otra fúnebre señal. No hablan, no caminan, no transpiran. En otras palabras: no hacen ruido. Y si ayer maravilla fueron, hoy no llegan ni a sombra. Tras el fallecimiento, dicta el protocolo, sobreviene la incineración. ¿Para qué los quemamos? Para expiar, en parte, una culpa universal e histórica. Aunque hay todavía quienes practican una costumbre salvaje: la de enterrarlos. Es decir: los cubrimos con tierra de panteón para evitar que salgan y se pongan a bailar como las calaveras de Posada un 2 de noviembre: día de los Santos Difuntos.

Cuando mi Mamá Guillitos faltó entendí que había muerto después de sus funerales. Una vez que entré a la que fue su casa, en Corregidora 39 —en Huauchinango—, me cayó todo el peso de la ausencia. Entonces me tiré a su cama —presidida por una foto del Papa Juan XXIII— y me puse a llorar como un niño.

El anuncio de la muerte de mi madre me tomó en carretera. A bordo de mi auto, lloré, maldije y escupí. Al llegar ante su féretro, abracé a mi padre y recibí a los invitados. Y es que, así como hay invitados para las bodas, hay invitados para los funerales. El protocolo no cambia: la comadre llega llorando con un klinecs en la nariz moquienta, y con los ojos rojos susurra: “¡Era tan buena mi comita!”. Luego se pondrá a saludar y a platicar —carcajadas incluidas— con sus otras comadres.

Qué rápido olvida la gente a los muertos. Sólo los recuerdan el 2 de noviembre. Yo, en cambio, los tengo presentes siempre. Y varias veces me los topo en esa borrosa patria de los muertos —diría el poeta Paz— que son los sueños. Ahí, incluso, me encuentro hasta a mis enemigos. Pero ésa es otra historia.

Nadie sabe a dónde van los muertos. Prefiero imaginar que a un paraíso silencioso donde nadie habla. Bastante bullicio hay en la tierra como para llevárselo a la denominada “vida eterna”. 

La sabiduría que hay en una frase como ‘descanse en paz” es elocuente. No hay descanso con bullicio. Demasiada fiesta también harta.

Hace unos días murió Daniel Bisogno. La hipocresía floreció de inmediato. Los que lo odiaban, lloraron falsamente antes las cámaras de Televisión Azteca. Los que lo querían, actuaron como Paty Chapoy: con la voz entrecortada y cursi —de lideresa de la CNOP— y las lágrimas resbalando por el botox.

 

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