VALERIA LIST*
Llevo un tiempo pensando en escribir sobre la ciudad de Puebla, donde nací pero de la cual me mudé hace catorce años, cuando tenía dieciocho. Cada vez que vuelvo me parece más ajena: un nuevo puente, una nueva tienda cercana a la casa de mi madre, escuelas con campus cada vez más inmensos; hay un afán estético de ir hacia lo monumental, de convertir la ciudad en una urbe de primer mundo, con una noción del primer mundo asentada en una idea delirante del progreso.
Sin embargo, también me he dado cuenta que en esta ciudad las costumbres y la historia prevalecen; como esa noción del México profundo, que literalmente está por debajo de los nuevos cimientos. Un caso ejemplar son las vasijas de cerámica que probablemente pertenecieron a un santuario dedicado al agua, que se pueden ver desde un vidrio colocado en el piso del centro comercial Paseo San Francisco, donde, además, todavía quedan remanentes arquitectónicos de la peletería La Piel del Tigre, fundada a finales del XIX. El encuentro de realidades me atraviesa y define, llevo estos aspectos
de la ciudad, los nuevos y los viejos, en la educación que recibí, las cosas que crecí viendo y la idea que tengo de mí misma.
Para investigar leo archivos de periódicos poblanos pero también tengo una informante: mi abuela. Escribir sobre una ciudad me parecía una labor inmensa y casi imposible hasta que me di cuenta de que tenía que anclarla en un punto: mi familia. Hay un nombre en particular, un título más bien, casi una categoría, que he escuchado desde niña: el tío Germán. “El tío Germán decía…”, “cuando el tío Germán…”. No fue sino hasta que tenía siete años, en 1998, que lo conocí.
La primera y única vez que vi a mi tío bisabuelo Germán List Arzubide fue el día que celebramos su cumpleaños número cien. Mi mamá, mi abuela yo viajamos a la Ciudad de México. Llevábamos un pastel en la carretera porque la consigna era que todos los asistentes llevaran uno para que en el festejo juntáramos cien. La celebración, que en realidad fue un homenaje con un maestro de ceremonias que recuerdo hablando por un
micrófono, fue en el Bosque de Chapultepec. En ese momento yo no tenía idea de dónde estaba, pero ahora me imagino que la fiesta ha de haber sido en la Calzada
de los Poetas, donde hay una escultura dedicada a los estridentistas.
El tío Germán era un anciano de cien años con cejas blancas muy pobladas y ojos de mirada enfática. Uno más abierto que otro, me parecía entonces. Para ser sincera, me infundía miedo y no recuerdo haberme acercado a él. Era el primer personaje que veía; además de su ancianidad estaba rodeado por un aura creada por todo lo que había escuchado de él. Había una mujer, la maestra de literatura de mi tía Tere, que estuvo muy cerca de él, se acercaba a platicar, se hincaba junto a su silla de ruedas, parecía fascinada. Ahora proyecto su imagen sobre la mía porque, once años después, decidí estudiar la licenciatura en Letras en la UNAM. Entonces me enteré de que el Estridentismo surgió como una resistencia estética y política a la corriente literaria dominante en México: los Contemporáneos. Pero en la familia los únicos nombres que se llegaban a escuchar eran los de Manuel Maples Arce y Arqueles Vela; de vez en cuando el de Salvador Gallardo, pero de Kin Taniya, por ejemplo, casi no había oído. Recuerdo que en una clase, mi profesor, Israel Ramírez, hablaba —justo a propósito de los Estridentistas— de que todo grupo de literatura ancilar tiene sus propios miembros más ancilares.
Mi abuela no hablaba sólo acerca de Germán List como poeta. En realidad, la anécdota que repetía era esa vez que “el tío” acudió como miembro del Partido Comunista al Congreso Antiimperialista en Alemania. Llevaba una bandera de Estados Unidos que Sandino les había arrebatado en Nicaragua. No sé por qué la tenía, pero se la envolvió en el cuerpo debajo de la ropa, a lo Juan Escutia, para pasar por la delegación de Estados Unidos sin que la vieran y, llegando a la delegación de Nicaragua, la desenvolvió y la puso sobre la mesa. Entonces hubo una ovación y todos cantaron juntos “La Internacional”. La historia sonaba tan fantástica como la de los Niños Héroes. En realidad no entendía qué quería decir comunista, imperialista ni quién era Sandino, pero desde entonces atisbaba que la política sería una idea abstracta en la que las categorías se posarían en dos esquinas donde la izquierda era la deseable y la derecha la indeseable.
Dicho esto, aclaro que mi bisabuelo Esteban, que era primo de Germán, era más bien conservador y muy religioso. De hecho, mi abuela cuenta que Germán y los otros primos se burlaban de él por su postura política. Una tiende a llevar la narración por el camino que le acomode y contar las partes que se acoplen a su discurso y su ideología. Pero la realidad es más compleja.
De niña no se alcanzan a entender muchas categorías que después se dan por sentado. No sólo la política, todas las clasificaciones, incluso las que no tienen nada de abstracto, aparecen complejas y no se llegan a entender completamente. En la fiesta de cumpleaños de mi tío Germán, luego de Chapultepec fuimos a la casa de su hija Nora. Ahí empecé a platicar con otra niña un poco más grande que yo. Ella tenía las categorías familiares claras y me preguntó qué era yo del tío. No supe decirle, pero entendí que no veníamos del mismo lado: ella era Arzubide. Recuerdo haberme sentido muy lejana de Germán List en ese momento. Nunca lo había visto mas que ese día. Intuía que seguramente esa niña tenía mucho más “derecho” que yo de estar ahí. Le decía “el tío”. Yo no me refería a él de ningún modo jamás. Seguramente ella y yo éramos, en cuanto a lo familiar, lejanísimas; en realidad no teníamos nada que ver.
Hace unas semanas estaba en la oficina y pensé: tengo que saber más sobre mi línea directa, mi propia familia, aunque el poeta sea mi tío Germán. Le escribí un WhatsApp a mi mamá y le pregunté: “¿cómo se apellidaba mi bisabuelo?”. Ella contestó: “List Arzubide”. Le dije: “no puede ser porque no era hermano de Germán, era su primo”. Entonces me contó algo que sospecho que ya me había contado hace mucho pero había olvidado. La mamá de mi tío Germán, Mercedes, y la de mi bisabuelo Esteban, Luz, eran hermanas, y sus papás eran hermanos. Eran dos hermanas que se casaron con dos hermanos, así que todos los primos se apellidaban igual. Sus papás, además, se llamaban “Inocencio” el de Germán y “Severo” el de Esteban. Rulfiano. La niña desconocida con la que hablé en la casa de Nora debe ser mi prima lejana por dos frentes.
Cuando me titulé de la licenciatura decidí hacer la tesis sobre la poesía de List Arzubide. Era una suerte de deuda familiar pero además se adaptaba muy bien a las insistencias de las y los profesores en que hiciéramos trabajos sobre autores no canónicos: ya había suficientes tesis sobre Octavio Paz. Un lugar común de la crítica literaria de la segunda mitad del siglo XX es calificar al Estridentismo como un movimiento que produjo mala
literatura. Ese lugar ya está rebasado. Ya no es un movimiento ancilar, ni hay más una disputa por adherirse a un grupo poético u otro. Hay publicaciones ahora revaloradas por su calidad literaria, como la novela La señorita etcétera, de Arqueles Vela, los poemarios Andamios interiores, de Manuel Maples Arce, Radio de Kin Taniya, y el ensayo El movimiento estridentista, del propio Germán List Arzubide. Ciertas características del estridentismo han prevalecido, como el afán de conjuntar lo literario con una estética visual avant garde o hacer poemas cuyo significado es ambiguo y donde la gramática está fragmentada. El diseño de los libros era tan relevante, que varios de ellos han sido reeditados recientemente como facsímiles.
Otros aspectos del movimiento también han envejecido; sobre todo, su machismo irredento. La poesía actualmente toma influencias de todas partes. Quizá antes la lucha de grupos literarios era relevante porque se esperaba que una estética u otra sobresaliera. No se atisbaba que la literatura se iba a convertir en esta mezcla intermedial e internacional de influencias donde además, actualmente, lo que impera es la literatura escrita por mujeres.
Dentro de este mar de estéticas y posturas, el feminismo le ha dado gran valor a lo íntimo, lo pequeño, a vernos a nosotras mismas y de dónde venimos: nuestras familias, casas, ciudades. A volver a contar la historia desde lo personal. Es desde ahí que intento hablar ahora del “tío Germán”, como una persona que a pesar de no haber conocido en realidad, no puedo evitar sentir como parte mía, incluso como una suerte de estrella lejana, una guía que he decidido apropiarme. Lo encuentro en la máscara que le hizo Germán Cueto, el dibujo de Jean Charlot y, sobre todo, en el retrato escrito de su carcajada que firmó Arqueles Vela. Comparto con él la carcajada que retumba. Un tiempo trabajé en una revista cuyas oficinas estaban en una casona de la colonia Roma. Un día la coordinadora editorial, que trabajaba en otra ala de la casa, me dijo que mis risotadas se escuchaban hasta allá. Este rasgo común podría ser una mera coincidencia, pero digamos que no.