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domingo, diciembre 14, 2025

Política digital y moral digital

Política digital y moral digital

Las instituciones públicas enfrentan hoy una crisis profunda de confianza, marcada por la corrupción, la impunidad, la violencia y la debilidad estructural del Estado. Me queda muy claro que el escenario político de 2025 hereda viejas condiciones, pero también produce nuevas confusiones que dan lugar a un doble —o incluso triple— lenguaje político. En este contexto, la moral y la ética se usan como recursos discursivos para rellenar un vacío ético real, reconstruyendo identidades colectivas a partir de valores intensamente moralizados como “honestidad”, “pueblo bueno”, regeneración moral o combate a la corrupción. Estos conceptos, lejos de ser neutrales, legitiman proyectos políticos que logran movilizar y fidelizar a grandes sectores ciudadanos, especialmente desde las redes sociales, acompañadas todavía por los medios tradicionales que resisten la pérdida de influencia.

Es importante subrayar que el llamado “pueblo bueno” constituye una parte significativa de la población, pero no representa a la totalidad del país. Una aprobación presidencial del 75% lo demuestra: genera fronteras morales claras entre quienes son considerados “buenos” y quienes son rotulados como “corruptos”, categoría que en el discurso público se equipara con una especie de maldad heredada y casi genética. La disputa política se vuelve entonces una disputa moral, y el lenguaje deja de ser descriptivo para convertirse en un dispositivo de clasificación social.

En este ambiente, las redes sociales han desplazado parcialmente a los tribunales y a los espacios institucionales: se convierten en tribunales morales donde se juzgan reputaciones, se realizan linchamientos digitales y se fabrican consensos súbitos que aceleran emociones colectivas. Esta dinámica, propia de una sociedad líquida y acelerada, transforma a los ciudadanos en internautas sometidos a una polarización constante. Emociones como indignación, miedo o euforia son amplificadas por algoritmos que premian los contenidos extremos, facilitando la penetración de campañas de desinformación que clasifican al ciudadano como vulnerable, adicto y, a la vez, leal al proyecto político dominante.

Podría pensarse que todo esto siempre ha ocurrido en la historia política. La diferencia ahora radica en las herramientas digitales, sus entornos virtuales y el modo en que configuran la conversación pública. Vivimos fenómenos híbridos donde las tecnologías digitales facilitan condiciones para prácticas populistas y autoritarias. Se construye una relación emocional directa entre el líder y la ciudadanía, una narrativa donde el dirigente encarna una “pureza moral” mientras sus adversarios representan una “maldad inevitable”. En ese terreno polarizado, el elector se ve obligado a elegir refugio entre dos moralidades opuestas.

La moral digital cumple aquí una función prescriptiva: define actitudes aceptadas y comportamientos esperados dentro de la comunidad política. Las plataformas digitales, que operan mediante persuasión emocional, conectan sentimientos inmediatos y movilizan creencias, urgencias y enojos. Así se consolidan identidades políticas basadas en la pertenencia moral al “pueblo bueno”. Aunque estos procesos parezcan pequeños o marginales —pues se gestan en burbujas comunicativas o “cámaras de eco”—, bastan algunos emisores hábiles para convertirlos en virus narrativos que determinan qué pensar, qué temer y qué apoyar para permanecer “del lado correcto de la historia”.

Las estrategias políticas digitales pueden parecer parte de una novela de ciencia ficción, pero hoy son mecanismos reales y altamente eficientes. Se despliegan frente a una ciudadanía que aún atraviesa procesos de alfabetización digital y que, por primera vez, encuentra en las plataformas un medio para “ser alguien” en la conversación pública. En este escenario se vuelve esencial comprender la economía de la atención, sus incentivos y sus efectos conductuales.

Por ello es necesario repensar cómo se construye ahora la realidad política y por qué el ciudadano requiere una conciencia crítica para resistir sus efectos. La tecnocracia política digital ya opera mediante algoritmos, inteligencia artificial y entornos hiperpolarizados que sustituyen progresivamente a las instituciones tradicionales. Esta reconfiguración transforma también las fuentes de aprendizaje ciudadano: las decisiones políticas ya no se sostienen en ideologías estables, sino en normas prácticas, efímeras y cambiantes a la velocidad de los flujos digitales. Ser visto, escuchado o validado depende de la lógica matemática de los algoritmos que distribuyen voces y definen relevancia.

Cada elección se convierte así en una batalla moral amplificada digitalmente. Los algoritmos privilegian la indignación y la simplicidad narrativa, clasificando a la población entre pueblo bueno y élites corruptas, o, en su versión histórica más reciente, transformadores y conservadores. El autoritarismo adopta rasgos digitales: se presenta como moralmente justificable y emocionalmente inevitable.

A esto se suman campañas de intimidación digital, ejércitos de bots y manipulación de tendencias que influyen en las emociones políticas, mientras las plataformas definen qué discursos circulan y cuáles se silencian. Cuando las decisiones públicas se delegan a algoritmos sin una supervisión moral y democrática, la legitimidad institucional se erosiona.

En lo personal considero que cuando los líderes políticos utilizan estas tecnologías para ampliar su poder, sin límites y sin contrapesos, se configura una nueva forma de autoritarismo donde el ciudadano participa sin comprender del todo el sistema que lo condiciona. El mayor riesgo es que las personas se vuelvan inconscientes del poder que ejerce sobre ellas la política digital, siguiendo impulsos emocionales sin percibir la manipulación que subyace. Allí, en ese punto ciego, se juega el futuro de nuestra vida democrática.

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