Hemos visto y oído un maratón de informes de presidentas y presidentes municipales. Resulta difícil comprender sus objetivos y contenidos: cada uno de ellos representa un universo distinto. Algunos gobiernan cerca de su gente; otros, contra su gente; y algunos, a pesar de su gente. Pero ahí están, cumpliendo con la obligación institucional, aunque no siempre con las esperanzas de su pueblo.
Si se pudiera generalizar, habría que admitir que la mayoría insiste en un viejo modelo de gobierno municipal —centralizado, reactivo y burocrático—, que nació para administrar la escasez y mantener el orden, pero no para producir bienestar compartido. Hoy, en un mundo interconectado y vulnerable, ese modelo está agotado.
Entonces, en nuestros días, ¿qué significa gobernar bien?
Gobernar bien significa ejercer un gobierno humano. No es el que presume obras, sino el que entiende que cada decisión pública impacta en la vida de las personas. Es el que mide su éxito no por el gasto ejercido ni por el espectáculo del informe, sino por la confianza que despierta, la justicia que promueve y las oportunidades que crea.
Un gobierno útil comienza por reconocer a todas las personas como importantes para comprender los problemas, las necesidades y los sueños colectivos. Por lo tanto, el primer requisito para un nuevo modelo es que las presidentas y los presidentes comprendan que ninguno de ellos, por sí mismo, es el gobierno; y el segundo, que el gobierno no es “mi municipio”, ni “mi presupuesto”, y mucho menos el lugar donde manda una sola voluntad.
Imaginar, diseñar y ejecutar un nuevo modelo municipal exige construir comunidad, confianza, colaboración y propósito compartido. Ya no basta con gestionar servicios ni con construir obras públicas. Siguen siendo esenciales, pero dejan de ser el fin para convertirse en instrumentos del desarrollo humano. Cada calle, puente, parque o centro comunitario debe pensarse como un punto de encuentro, de equidad y de esperanza. No se trata de construir por construir, sino de planificar obras que cambien vidas, que ordenen el territorio, que inspiren orgullo y que generen oportunidades reales. La infraestructura cobra sentido cuando mejora la convivencia y amplía los horizontes de la gente.
Debemos hablar, necesariamente, de un gobierno humano, pero alejado de la simulación o del espectáculo. El “pan y circo” ofende la dignidad y distrae de lo importante. La ciudadanía ya no quiere ser entretenida: quiere ser escuchada, informada y parte de las soluciones. Un buen gobierno no promete milagros: convoca a trabajar juntos. No busca aplausos inmediatos, sino resultados que permanezcan en la memoria y en la vida diaria de las personas.
Así, un nuevo modelo de gobierno municipal se sostiene sobre tres pilares: lo humano como prioridad, la obra pública como instrumento del bienestar y la ética como guía de toda decisión. Un gobierno así no solo administra: motiva, educa y construye futuro. Es el tipo de gobierno que la historia recordará, no por lo que gastó, sino por lo que transformó en la conciencia y en el corazón de su pueblo.
El poder no se mide por la cantidad de obras ni por el ruido del aplauso, sino por la confianza que genera, la dignidad que respeta y la esperanza que construye. La confianza pública se fundamenta en integridad, apertura, capacidad de respuesta y equidad. Cuando un municipio abre sus datos, escucha a su gente y rinde cuentas, transforma la administración en una verdadera escuela de civismo.
Por desgracia, esa visión aún está lejos de las decisiones —y mucho más lejos de las acciones— de la mayoría de nuestros gobiernos municipales.