La democracia global es un ideal seductor pero esquivo. No hay un modelo universal que se ajuste a todas las naciones; cada país forja su propia democracia a partir de su historia, moldeando conceptos como libertad, justicia e igualdad de maneras únicas y diversas.
La esperanza de un orden democrático global es solo eso: una esperanza. Cada nación debe negociar sus intereses colectivos, interpretando la democracia a su manera. Las organizaciones internacionales, aunque se agrupan por similitudes, no buscan una uniformidad que ignore la riqueza de nuestras diferencias. En un mundo donde las ideologías están en constante crisis, debemos aceptar que la diversidad es nuestra mayor fortaleza.
La “crisis” no es solo un choque de ideas, es la fluidez de nuestras realidades. Las ideologías hegemónicas deben adaptarse a la velocidad de los cambios sociales o se verán arrastradas a la irrelevancia. La dialéctica, aunque clásica, sigue siendo un principio esencial en esta transformación constante.
Los partidos tradicionales deben reconocer esta dinámica o enfrentarse a su extinción. La falta de representación ha llevado a muchos a la derrota. El surgimiento de nuevas voces, como la de Luisa María Alcalde en Morena, sugiere que la política debe ser un reflejo de la sociedad, en continua evolución, no un dogma rígido.
El “Movimiento” representa esta realidad en un país que está en un cruce de caminos, cuestionando si debe permanecer como un movimiento popular o transformarse en un partido de Estado. La primera etapa de Morena fue un grito de cambio, pero la segunda podría caer en la trampa de la burocracia si no escucha a la gente.
Las decisiones del gobierno deben emanar de la voluntad popular, no de un mandato indirecto. La fuerza de Morena radica en su conexión con la base social, pero el referéndum, aunque complejo, es vital para evitar que el poder se concentre en unas pocas manos.
En este momento de transformación, los fundamentalismos políticos no son el camino a seguir. Para que Morena siga siendo un movimiento, debe rechazar la tentación de convertirse en un partido de Estado y asegurarse de que la voz del pueblo prevalezca en cada decisión. La política debe ser un espejo de las necesidades y deseos de la mayoría, no una oligarquía disfrazada de democracia.