Hace unos días, la Académie des Sciences Morales et Politiques —institución emblemática del Institut de France— volvió a colocar sobre la mesa un tema urgente: la relación entre las ciencias morales y las ciencias políticas en plena era digital. Un vínculo que dejó de ser filosófico para volverse un problema práctico de gobernanza.
Mi experiencia personal como aprendiz de política, ordena entender que en México, mucho antes de la 4T, ya habían cambiado las ideas, las estrategias y las formas de justificar las decisiones públicas. Y estoy convencido que no detectar a tiempo esta transformación contribuyó al ocaso de quienes creyeron que la vieja política sobreviviría intacta a la revolución digital.
Hoy, lo que antes pasaba por instituciones, juristas, economistas o sociólogos, ahora se decide en un ecosistema mucho más complejo: plataformas digitales, algoritmos, inteligencia artificial y una polarización moral acelerada.
La política se aleja de la moral. La moral se politiza. Y ambas dimensiones se entrelazan sin posibilidad de separación.
Los gobiernos y los ciudadanos operan —muchas veces sin saberlo— dentro de un laboratorio moral-político que nos incluye en el nuevo modelo: la “Política Digital”.
Durante décadas, la política mexicana se regía por reglas relativamente claras: mítines, radio, televisión, prensa y estructuras partidistas predecibles. Ese mundo ya no existe. La nueva Política Digital, llegó sin pedir permiso, sin reglamento y sin la menor intención de someterse a controles democráticos. Esto ha provocado que el electorado esté atrapado entre dos modelos que compiten por su atención, su voto y su vida emocional. Y las emociones son contrarias a las razones. El elector está perdiendo capacidad de pensar, decidir y actuar libremente.
No defiendo ni justifico a la política tradicional que tenía corrupción, clientelismo y opacidad. Pero también tenía cierto orden: fiscalización, intermediación periodística, debates públicos, costos por mentir. Porque, ciertamente, lo sabemos, su perversión, cinismo e impunidad terminaron con ella. Era imperfecta, pero entendible, accesible a la capacidad natural de un elector.
La política digital es otra cosa: un territorio sin árbitros, sin límites y sin responsabilidad. Un espacio controlado por corporaciones tecnológicas que responden únicamente a intereses comerciales.
Hoy en política, las emociones valen más que los hechos, los “algoritmos” privilegian el enojo, no la información. Los “bots” distorsionan el debate. Las campañas se vuelven operaciones psicológicas. La desinformación viaja más rápido que la verdad y polarizan, sacan ventaja de los odios y rencores acumulados, en las viejas políticas y en las indecisiones de las nuevas, que manipulan las nuevas plataformas digitales.
La política ya no se libra en plazas, sino en pantallas y los ciudadanos no están preparados para resistir esa intensidad que maniata y manipula sus conductas individuales y colectivas. Fíjese usted: ahora quienes guían la democracia ya no son los viejos caciques políticos, hoy, las plataformas “conducen” el pensar y el actuar ciudadano: “Meta”,decide qué es relevante. “TikTok” decide qué es viral. “X” decide quién tiene “alcance”.”YouTube “decide qué existe públicamente.
Tenemos nuevos “ciudadanos” que son algoritmos y son, quienes moldean la conversación, pero lo mas riesgoso es que los algoritmos no tienen ética, ni país, ni obligación democrática. No son humanos, aunque trabajan con todas las calidades humanas y nos convierten en materia prima emocional. Por eso, en la nueva política, la digital, no se compite por votos, sino por emociones; no por razones, sino por tiempo de pantalla.
En la política tradicional, la manipulación era lenta. En la política digital, la manipulación es instantánea y masiva.
La verdad, estoy convencido, es que la política digital no es más democrática que la tradicional.
Solo es más rápida, más emocional y más peligrosa.
Reconozcamos que nuestra nueva responsabilidad política, en la era digital, es asegurar que el electorado sobreviva a esta transición y recupere su capacidad de decidir libremente en un mundo donde la voluntad pública se encuentra secuestrada por notificaciones, algoritmos y pantallas que nunca descansan. Ojalá lo aprenden los viejos Políticos y los nuevos, que, está claro, aún no saben que hacer.

