Martell, Mario, a quien admiro por su valor disruptivo, ya nos había prevenido desde 2022 que, en un mundo saturado de información, donde las redes sociales y las plataformas digitales marcan el pulso de la conversación pública, la interacción entre emoción, razón y manipulación es un terreno resbaladizo que desafía tanto nuestra capacidad crítica como nuestro bienestar emocional.
Vivimos en una auténtica pandemia tecnológica que no solo multiplica el acceso a datos, sino que intensifica la influencia de contenidos diseñados para impactar nuestras emociones más que para informarnos. La lógica emocional domina muchas veces los entornos digitales, generando respuestas rápidas pero poco reflexivas.
Hoy, más que nunca, es urgente aprender a integrar el conocimiento racional con una comprensión honesta y profunda de nuestras emociones. Una mente bien ordenada —diría Edgar Morin— debe evitar la emoción o el azar como fundamentos de su entendimiento, decisión y acción. Sin embargo, aprender a vivir en la incertidumbre inherente a la vida cotidiana nos conduce inevitablemente a un diálogo constante entre razones y sentimientos, condición necesaria para decidir de manera más completa, creativa y humana.
En ese ejercicio diario, se vuelve indispensable el control consciente de nuestras emociones, sobre todo para construir un juicio sano y efectivo en estos contextos contemporáneos tan líquidos, acelerados y exigentes de acción inmediata. No hacerlo nos expone directamente a la manipulación.
Y es que vivimos insertos en esos ecosistemas sociales todos los días, muchas veces sin darnos cuenta. Como bien afirma Marcelo García Almaguer, urge construir una ética para esta novedad que llegó para quedarse. No participar en los ecosistemas digitales —que en su mayoría están diseñados para conectar sentimientos y promover emociones que influyen en nuestras decisiones— es prácticamente imposible. La novedad tecnológica seduce por sí misma y nos mantiene cautivos. Aquellos algoritmos que en un principio pensamos como traviesos, hoy ya no lo son: generan dependencia emocional, polarización social y una preocupante erosión de la autonomía personal.
Las reflexiones contemporáneas de Mario Martell complementan esta visión con un llamado claro a la responsabilidad ética en el uso de la tecnología. Martell enfatiza que no se trata solo de resistir la manipulación externa, sino de cultivar una autenticidad emocional que permita distinguir entre lo que sentimos genuinamente y lo que nos es impuesto. En sus palabras:
“La libertad emocional es la piedra angular de la libertad intelectual; sin ella, somos meros autómatas de nuestros impulsos digitales.”
Este entramado entre emoción, razón y manipulación no es un fenómeno nuevo, pero la velocidad y la sofisticación de las tecnologías actuales le confieren una dimensión inédita.
En este contexto, educar para el pensamiento crítico y la inteligencia emocional se vuelve una tarea urgente y colectiva, no solo de especialistas, sino de toda la sociedad.
Desde la universidad hasta el hogar, debemos fomentar espacios donde el diálogo entre emoción y razón sea posible, y donde el conocimiento se despliegue en toda su complejidad, sin caer ni en la simplificación manipuladora ni en el abandono emocional.
Solo así podremos enfrentar los desafíos contemporáneos con mayor autonomía, creatividad y bienestar.
Martell tiene razón: la clave está en aprender a navegar esa complejidad con una mente bien ordenada, emocionalmente inteligente y éticamente libre.