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martes, noviembre 5, 2024

De migrantes y sueños-tumba

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Parte II

¿Qué sería de nosotros sin ellos, los migrantes?

En la mitad de la nada, en el corazón del Northeast Kingdom de Vermont, a media hora de la frontera con Canadá, en uno de esos lugares olvidados de los dioses, donde quizá por descuido se cayera de sus manos, sin reparar en la ausencia, hay una granja lechera con 700 vacas. En ella laboran 10 mexicanos y dos guatemaltecos. Llevé a Jacinto, oriundo de Martínez de la Torre para empezar un nuevo trabajo allí. En el trayecto de una hora y 45 minutos azotados por la inclemencia del invierno, la obscuridad del norte a las 4:30 de la tarde y con sin recepción de celular, él narró su historia. “Al igual que muchos mexicanos me vine a buscar el sueño”.

Jacinto cumplió 15 años cuando cruzó la frontera
entre zapatos, pantalones, mochilas y esqueletos de
otras vidas, acosado por el hambre y el miedo. Él es
el menor de una familia de seis hijos. Los tres hermanos mayores trabajan en las granjas lecheras de Vermont. Llegó a los 14 años y tiene 26.

 

“Veíamos cosas en el desierto; zapatos,
pantalones, esqueletos”

“Viajé en autobús desde mi pueblo hasta Reynosa.

No pasé a la primera, nos agarraron y nos regresaron. Éramos 16 y al final sólo quedamos seis. Yo no sabía nadar. El río lo pasabas caminando, sin
ropa, la ponías en alto para que no se te mojara.

La migra ponchó uno de los botes inflables donde
venía otro grupo. Vi como dos compañeros se ahogaron. Recuerdo los gritos de los que estábamos a la orilla y todo lo que le decíamos a los policías. Ellos
no hicieron nada. Cruzamos el desierto nueve días
caminando. Vimos zapatos, pantalones, esqueletos,
juguetes. Esas imágenes las tengo muy fijas. Las dos
mujeres que venían con nosotros se quedaron en
una brecha. La comida no alcanzaba, nos comíamos
lo que encontrábamos tirado. Pasando el retén nos
llevaron a una casa en Houston. La segunda noche
me secuestraron unas personas. Entraron. Nos levantaron de la cama con pistola. Me agarraron. Me subieron a la camioneta. Me dijeron que tenía que
pagar otros tres mil dólares. Amarraron y golpearon
a las personas que nos cuidaban en esa casa. Nos llevaron a una bodega y pasamos 10 días encerrados a obscuras. Contactaron a mi hermano. Él tuvo que
dar otros tres mil dólares para que me soltaran. El
cruce, en 2012, me había costado 180 mil pesos. Me
tardé un año de trabajo para pagarlo”.

Jacinto cuenta que esos 10 días de encierro, hasta
la fecha lo persiguen y le roban el sueño.

“Después me vine con otro coyote para Vermont.

¡Está re’lejos! De inmediato llegué a trabajar a una
granja diario 11 o 12 horas. Sólo con un día de
descanso. Luego me cambié a otra granja lechera
y ahí estuve ocho meses. Nos trataban mal. Era un
rancho de tres mil vacas y había diecisiete trabajadores. Me pagaban 9.50 dólares la hora y me quitaban impuestos. Estábamos en unas casas tráileres
muchas personas. Un día se quemó la traila, y cada
quién tomó su camino. Luego me fui a otras granjas
hasta ahora que me estoy yendo más pa’l norte”

A Jacinto encharcan los ojos cuando habla de la
familia y de su “sueño americano” que es regresar
a México.

“Mi familia es lo que más me hace falta. Extraño
el clima, porque el frío es cabrón. Yo al igual que
todos los mexicanos que nos cruzamos, venimos a
buscar el sueño. Mi sueño no es quedarme acá, es
regresar con la familia, ya que tenga unos terrenitos
para cultivar allá”.

Jacinto como tantos despatriados emigran despavoridos, arrojados a la incertidumbre, al limbo, como carnada fresca para nutrir la herida supurante del racismo, de la violencia sistémica y endémica. Fugitivos ilusos que pretenden guarecerse de
la violencia estructural que los desuella. Hace dos
años lo agarró la policía migratoria. Lo deportaron.
Regresó a México después de 10 años. A los seis meses emprendió la partida con una nueva deuda de 15 dólares. Ahora trabaja en una granja, y luego en
otra, y después en otra. Hasta que…

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