¿Qué sería de nosotros sin ellos, los migrantes?
En la columna “Esa borrosa patria de los muertos” del pasado viernes 11 de octubre, Mario Alberto Mejía evoca con un bálsamo de dulzura anécdotas de la infancia, teñidas de aromas, sinestesias, yde los muertos muy presentes. En su dulce cuento figuran los que emigraron de Beirut, Akkar, Bekaa y Monte Líbano a un pueblo de la sierra, Huachinango y a un México que los acogió con amor. Esta evocación a manera de relato, también habla de los personajes muy reales que han migrado a otras vidas u órbitas paralelas y que siguen presentes en las mesas cuando de ellos se habla. El texto termina con la pregunta ¿Qué sería de nosotros, sin ellos los migrantes?
Desde mi contexto y con un relato, por así decirlo,
más crudo, más acerbo, ajena a pretensiones literarias he tratado de responder a esta pregunta, que me ha tenido inquieta desde hace muchos años. Desde
mi realidad, muy al norte de los Estados Unidos en
la frontera con Canadá, lo primero que viene a mi
mente es que, sin los migrantes, las granjas lecheras
del estado de Vermont donde actualmente resido no
sobrevivirían. La economía del estado se colapsaría.
Vermont
El cielo más estrellado que he visto está en Vermont. Así también las montañas más verdes, los lagos más cálidos del efímero verano, la menta más
fresca de abril y la nieve más blanca, casi azul. En
Vermont aprendí el arte de escalar las montañas y
mirar el mundo a los pies desde arriba, de subirse
a un kayak y abandonarse al silencio de sus ríos y
lagos y al arrullo de los somorgujos, mientras la mirada se pierde con los halcones de cola roja.
Aquí conocí por vez primera los traviesos zorritos rojos que brincan tras las gallinas. Aquí vi por vez primera a una osa negra con sus dos críos que
pernoctó en el jardín de mi casa dos noches. ¡Ah
qué delicia a la mirada! Aquí escuché por vez primera los aullidos de los coyotes en las noches de otoño donde los aires frescos del invierno hacen
sus primeros guiños. En Vermont aprendí sobre la
variedad de manzanas, y de las vacas del vecino
que totalmente ajenas a cualquier noción de frontera, se cruzaban a mi jardín a comérselas para después tenderse borrachas plácidamente en el césped.
En Vermont escuché por vez primera a los peepers
un tipo de rana “mirones de primavera”, que con
su chirrido insistente parecen llamar la primavera.
Aquí he saboreado los frutos orgánicos recién salidos de la tierra. He aprendido a preparar las conservas para el invierno, los encurtidos, las mermeladas de frutos del bosque, las ensaladas de muchos
colores con zanahorias amarillas, remolachas anaranjadas, rábanos negros y coliflor morada. Y ni qué decir de la exquisita miel de maple de preparación
casera en los sugar house de algunos amigos. Ver mont es el primer productor de miel de Maple en los Estados Unidos. Aquí conocí tubérculos exóticos
como el “celeriaco”, la chirivía; vegetales como la
calabaza espagueti y los ugly tomatoes -los tomates
feos-, amorfos y extravagantes.
En Vermont he aprendido del orgullo que tienen
los vermonteses por su tierra, por la siembra, por
las estaciones del año, por el campo, por la comida
orgánica, por la vida ecológica y sustentable, por la
naturaleza y por la tierra de Bernie Sanders.
He aprendido de las manos de temple de sus habitantes y del trabajo arduo durante los crudos y largos inviernos, casi eternos, que se acompañan
con días cortísimos sin luz solar. Aprendí del término de los white knuckles -los nudillos blancos- por la tensión que ejercen las manos cuando se aferran
con furia al volante ante el desafío de manejar en
estas carreteras curvas, de terracería, hasta el tope
de nieve, más oscuras que la noche.
Aquí aprendí a apilar la leña, a cortarla, a prender
la estufa de hierro para calentar la casa y economizar energéticos. Aprendí también que la nieve no es fría, fríos son los inviernos del alma. Aprendí a
tomar sidra de manzana caliente con una raja de canela para calentar la osamenta y a dormir muchas veces con gorritos y calcetines de lana.
Aprendí también que Vermont porta su nombre por estas “montañas verdes” que se tiñen de blanco en sus despiadados y longevos inviernos
que son la belleza pura, indescriptible y que abrazan a esquiadores de todo el país en la temporada de nieve. Aprendí que estas montañas verdes,
de topografía impetuosa como el sendero de los
Montes Apalaches, resguardan los secretos de las
tribus Abenaki, Mohican y Pocumptuc y se erigen
como murallas impenetrables que esconden una
población resiliente de migrantes en granjas lecheras, en su mayoría mexicanos, sobrevivientes a la violencia estructural que los expulsa de sus
países. Estas montañas rugosas los esperan con
su hermosura y su promesa de invisibilidad, de
silencio, como símbolo del encierro que perpetúa
la violencia estructural de la que han pretendido
escapar. Aprendí que no verlos es una forma de
negar su existencia, de legitimar su invisibilidad,
de no incomodarnos. Aprendí también que esta
ignorancia tibia, nos vuelve más fríos que los inviernos punzantes del noreste.
La industria lechera es la número uno en el estado de Vermont. Un 70 por ciento de la producción láctea se genera de las manos de migrantes mexicanos. Sin la fuerza de las manos de los trabajadores migrantes, las 700 granjas lecheras de Vermont y del Upper Valley no subsistirían. La mayoría viene a conquistar eso que llaman el “sueño americano”, que dista abismalmente de cualquier noción de sueño. El “sueño americano” de los migrantes de Vermont, es más bien un sueño demente donde quien lo sueña, se desdibuja. Un sueño-delirio, sueño-esquizofrenia, sueño-maldito, una disyunción lógica.
La semana pasada el Centro de Impacto Social de
la Universidad de Dartmouth, esos escasos espacios
que se abren para romper con la invisibilidad de
estas comunidades marginadas, invitó a dos trabajadores migrantes de dos granjas lecheras a narrar su historia.
Esta es la historia de Mariana.
Mariana es oriunda de la comunidad de María de
la Torre en Progreso, Veracruz. Ella tiene seis años
de haber llegado a estos Valles del Norte. Los primeros tres años trabajaba todos los días, excepto el lunes, en un restaurante local, lavando platos desde
las once de la mañana hasta las once de la noche.
En la primavera y mientras el clima lo permitía, su
jornada laboral empezaba a las seis de la mañana
en una granja de verduras cercana a su casa hasta
antes de irse a su segundo trabajo.
Mariana compartió con los estudiantes el viacrucis de su travesía al otro lado:
“Me tardé veinte días para llegar hasta acá. Pasé
a la tercera vez. Éramos seis cruzando en total y
yo la única mujer. Cuando íbamos a atravesar el
Río Bravo, entre Reynosa y McAllen, uno de los
hombres me decía “quítate la ropa, no puedes cruzar con ropa”, yo me dejé unos boxers, me quité el brassiere y me dejé la blusa. No sé nadar y cruzando el río en la cámara de la llanta, te van jalando y arriba teníamos la bicicleta. Cruzamos a las
doce y media de la noche y al llegar al otro lado
pues me tuve que desnudar delante de ellos y me
puse la ropa deportiva que me habían dado para
andar en la bicicleta. Me enfermé horrible de mis
nervios. Tenía una fiebre altísima y nos quedamos
ahí tirados en el monte hasta las cinco de la mañana. Yo estaba temblando y con frío y uno de los señores me abrazó y pude dormir dos horas, pero
muy angustiada de que no me fuera a tocar el señor o a pasarse conmigo. Al otro día, a diez metros había un caminito a un campo de golf y salimos
en nuestras bicis con ropa muy deportiva como si
estuviéramos simplemente montando en bici. Yo
estaba súper enferma, me quería desmayar. Anduvimos en bici dos horas hasta llegar a la Walmart y ahí nos recogieron y nos llevaron a una casa de
alguien. Ahí pasé siete días muy enferma.
Llamé a mi hermano para que mandara dinero
para comprar medicinas. Luego tenía que pasar el
check point y unas gringas me metieron en su mini-cooper, atrás, me hice bolita en posición de feto donde ponen la llanta de repuesto. Me dijeron que
no hiciera nada de ruido, me dieron tres botellitas
de agua y ellas me iban avisando cuando estuviéramos cerca del check-point. Pusieron cosas arriba de la cajuela donde yo iba metida y me iban diciendo
‘ya sólo falta un kilómetro’, ‘ahora sí, no respires porque los perros huelen el sudor’. Yo sólo rezaba. Cuando ya me habían pasado después de cuarenta
minutos me subieron adelante del carro. ¡Lo había
logrado!”
Al llegar a Vermont pidió trabajo en las granjas de
ordeña, los dueños le dijeron: “estás muy bajita, este
trabajo es para hombres fuertes” y ella, con esa picardía y ese temple muy jarocho respondió “pues así de chiquita como me ve me atravesé el Río Bravo sin
saber nadar y apoyo a nueve personas de mi familia
en mi pueblo, usted dirá si soy o no fuerte”.
Mariana aprendió a manejar y obtuvo su licencia
de conducir. El estado de Vermont permite a los migrantes tener licencia de manejo. Se dedicó entonces a hacer comida mexicana y a repartirla a otras
granjas lecheras. Ella es una trabajadora inagotable,
tiene una personalidad con esa pimienta que le da el
carácter jarocho. No para. Siempre contenta. Siempre entusiasta. Con una espléndida risa. Ella no se vence. Mariana y sus manos son el esmero. Les comentó a los estudiantes que trabajaba un promedio
de entre 80 a 90 horas a la semana. El primer año de
estadía, toda la ganancia se fue en pagar la deuda
de 14,000 dólares al coyote que ayudó a pasarla al otro lado del río.
Esta historia es una de tantas, que por la desbordada violencia se ha normalizado, historias surrealistas. Ya no nos sorprenden. Ya no nos causan estupor. Nos hemos vuelto inmunes.
Tras la pregunta de una estudiante de si ella creía en
el sueño americano, Mariana tomó el micrófono, ¡qué
enjundia, con qué voz, con qué fuerza! y dijo: “Claro
que sí, totalmente vale la pena el sueño americano,
vale todo el sacrificio porque gracias a mi trabajo mis
papás tienen ahora casa y yo veo al cien por ciento por
su salud. Les ayudo a mis hermanas, a mis sobrinos y a
mi familia. Creo totalmente en el sueño americano, yo
no me puedo dar el lujo de descansar, vine a trabajar,
vine por el sueño americano”.
Y tras escucharla, permanezco inerme pensando
que la palabra sueño ha sido despojada de todo su
lirismo. Hay una batalla campal entre significante
y significado. El “sueño” es ahora una construcción
aberrante donde quien lo sueña se desdibuja. ¿Dónde está la primera persona del singular? ¿Cómo creer en un sueño del que no se es artífice? ¿Cómo se
sueña desde un lugar de dónde no se existe? Y todo
este relato no tiene el final cándido de la columna
de Mario Alberto Mejía, este relato es un anacoluto.
He visto a Mariana y otros sufrir de dolores en la
espalda, tendinitis, dermatitis, insomnio, alopecia
nerviosa, gastritis y miedo, esa segunda piel que
no los abandona. Se aferran tenazmente por el entendimiento muy suyo del “sueño americano” que es, invariablemente regresar a México o a su país
de origen, el mismo que los ha expulsado y vomitado sin piedad, desciudadanizándolos en busca de la gran y falaz promesa del “sueño americano”. Ese sueño que la única posibilidad que promete es la esperanza del retorno al lugar de origen, el lugar de
las catástrofes, de males crónicos donde la violencia estructural está enraizada. Condenada a cadena perpetua.
Porque en la desmitificación y deconstrucción
de la palabra “sueño” ésta se ha vaciado de significado. El significado para los migrantes de las granjas lecheras de estas tierras de fríos lacerantes
es otro. Uno que no tiene más concesiones que el
retorno a la “boca del tiburón” de la que habla en el
poema Home la poeta somalí Warsan Shire, “nadie
sale de casa al menos que el hogar sea la boca de un
tiburón”.
Y lo que no sabe Mariana es que en esta su construcción del “sueño” a diferencia del magistral cuento de Borges, El Episodio del Enemigo, ella no
tiene salida. En este cuento el narrador en primera
persona, tras largos años de huida se encuentra con
el enemigo en casa. El enemigo entonces lo enfrenta y le dice que tiene que matarlo y que no hay nada que el narrador personaje pueda hacer. Éste responde “puedo hacer una cosa, despertarme”. Mariana en cambio no puede, ni podrá despertarse porque
para su suerte en cambio, su no derecho al sueño es
la única posibilidad. El sueño alienante, enajenado,
desorientado que ella ha reconstruido, no le concede la posibilidad de despertarse. Ni ninguna otra. Y tampoco lo sabe.
¿Qué sería de Vermont sin ellos, los migrantes?