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miércoles, octubre 23, 2024

“A mí la pobreza me sacó de mi pueblo”, la historia de Gladys

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¿Qué sería de nosotros sin ellos, los migrantes? En Irasburg, condado de Orleans muy al norte de Vermont se encuentra una granja lechera, y otras también, ahí, insisto, olvidadas de las manos de todos los dioses, en la mitad de la nada, donde sólo se escucha y se siente el gélido viento que azota con capricho a los pobladores de la zona. En la primera granja que visitamos, había ocho trabajadores de Tabasco, Veracruz, Chiapas y Guatemala. Gladys la única mujer, de las Margaritas Chiapas, salió a nuestro encuentro. El inclemente frío nos embestía con furia. Este rancho se encuentra en una planicie. La granja, con aproximadamente 800 vacas, estaba cubierta hasta el tope de nieve y por unas estalactitas que caían lentamente en forma de filosos picos, sostenidos de los techos de dos aguas a manera de una prisión de cristales puntiagudos.

“Soy de Chiapas, cerca de la frontera con Guatemala. En mi familia somos ocho hermanos. Soy la más pequeña. A mí la pobreza me sacó de mi pueblo. Venirme hasta acá era la única opción para sacarlos adelante. Mi sueño americano está allá en México, en un techo propio, un terrenito. Mi sueño está allá. Mi sueño es no depender de nadie y lograr todo con mis manos. Estoy aquí por mis hijos. No es fácil, pero hay que seguir luchando”.

Gladys llegó a este pueblo de fantasmas, frío y vacas hace casi cinco años. Habitada de humildad y de alegría por nuestra visita nos contó que desde su llegada a esta granja ella no había salido a ningún lado. Me extrañó que Gladys no supiera el nombre de la granja donde estaba laborando, ni siquiera el nombre de la ciudad: “no sé cómo se llama la granja. Aquí la rutina es del trabajo a la casa, esta ‘traila’ donde vivimos. No salimos por miedo. Estamos muy cerca de la frontera y la policía siempre anda rondando. Nos la pasamos encerrados”. Como si el no tener consciencia de la orientación del espacio que se habita, ni de la ubicación geográfica, fuera una negación a cualquier sentido de arraigo.

“Cuando vivía en México era ama de casa. No tenía
un trabajo fijo. Me dedicaba a la labor del campo, a
la siembra de maíz, frijol. A sacar monte de la milpa.

Teníamos gallinas. Así pasamos la vida ahí”.

En estas tierras de fríos infames Gladys habló de
su primer invierno:

“El clima allá en mi pueblo es muy bueno. Es un
clima templado. Es muy difícil aguantar el frío de
por aquí. Lo que más extraño es la familia, a mi
papá y a la familia completa, las convivencias familiares. Aquí trabajo 11 o 12 horas diarias. Sólo es trabajo la vida aquí.

“Tardé casi un mes en llegar desde mi pueblo hasta acá. Veníamos 14 personas, cinco eran mujeres. Pasé por el desierto. No fue fácil. Caminamos harto, más de 12 horas corridas. Sólo había un coyote con nosotras. No había mucha comida ni agua. Una de mis compañeras se lastimó la mano. Cuando llegamos a Texas nos hicieron el levantón y nos trajeron hasta aquí. Fueron más de tres días en coche. El viaje me costó casi ocho mil dólares más los intereses. Trabajé un año más de 72 horas a la semana para
poder pagarlo. Apenas me estoy reponiendo para poder enviarle dinero a mis hijos. Ellos viven con mi hermana. Tengo un niño de 12 años y una niña de ocho. Todo este sacrificio es por ellos. Nada más”.

El hijo de Gladys cruzó recientemente. Gladys y
yo seguimos en contacto. Siempre me pide que le
mande arroz, frijoles, dulces mexicanos y chiles secos. Ella sigue aferrada a la esperanza de un futuro posible, en su muy propia construcción del “sueño
americano” que es regresar a México, claro está.
Porque, como diría Nelson Mandela, “La esperanza
es un arma poderosa, no hay poder en la tierra que
pueda privarte de ella”

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