Rosalía Pontevedra
Estamos ante uno de los mitos científicos más bellos, cuya esencia evoca nuestra necesidad milenaria de comprender el caos y esgrime razones que sostienen el frágil orden natural. Tendió su raíces entre los siglos XVII y XVIII, cuando dos genios de las matemáticas, finos observadores del mundo en el que vivimos inmersos, persiguieron ideas que rayaban en lo fantástico.
Tanto Isaac Newton como Pierre Simon de Laplace se dieron a la monumental tarea de tratar de entender lo impredecible y, a partir de ahí, pronosticar lo imposible. De acuerdo a las leyes del movimiento formuladas por el primero a fines del XVII, podemos conocer la trayectoria de una partícula si sabemos qué fuerza se ha aplicado sobre ella. Pero no es suficiente, hay que añadir dos datos cruciales: su posición y velocidad de inicio. Así, podremos saber su futuro de manera inequívoca.
Laplace sentó las bases de la ciencia probabilística a partir de dichas leyes. En su Ensayo filosófico sobre las probabilidades, de 1776, afirma algo similar, suponiendo que con ello podría predecir no solo el futuro de las cosas, sino también su pasado. Como buen pensador, especula, extrapola, crea metáforas intentando satisfacer un anhelo de la humanidad: encontrar fórmulas esenciales.
Imagina a un ser que es capaz de conocer las fuerzas de la naturaleza, así como la posición de todos los organismos y objetos que la conforman. Si de alguna forma también tuviese la capacidad de analizar todos esos datos, quizás asistido por súper computadoras cuánticas, podría hallar una fórmula capaz de dilucidar el movimiento de cualquier objeto en el universo, no importa cuán pequeño (un átomo) o grande (un planeta).
El determinismo clásico puso el primer peldaño. El problema era que físicos y matemáticos podían saber con precisión el movimiento de los planetas, mas no el de una gota de lluvia durante una tormenta. Resulta que la naturaleza está repleta de sistemas caóticos. Tal es el caso de diversas poblaciones animales, las epidemias o el mercado de valores.
Se llaman sistema no lineales debido a que no siguen relaciones estrictamente proporcionales. El universo es impredecible, pero lo intentamos. ¿Hay realmente una contradicción en las leyes naturales, aparentemente deterministas, y semejante imposibilidad de determinar el resultado?
Un matemático del siglo XIX, Henri Poincaré, abordó el asunto de manera magistral. En un artículo publicado en 1890, intitulado “El problema de los tres cuerpos (¿les suena?) y las ecuaciones de la dinámica”, en el que asume que los límites humanos superan el número dos.
En sistemas dinámicos complejos, digamos, un conjunto de planetas girando en torno a un sol, es imposible predecir el comportamiento de más de dos de ellos, pues en términos matemáticos parecen hacerlo de manera azarosa. No hay predicción posible de su comportamiento final debido a ínfimas perturbaciones en el estado inicial.
Durante la década de 1960 se conjuntaron varios factores favorables para el desarrollo de una teoría del caos y la predicción del orden. Por un lado, el auge de las matemáticas, y por otro, el impulso otorgado por la asistencia de computadoras analógico–electrónicas, y luego totalmente digitales. En ese entonces, un meteorólogo, Edward Norton Lorenz, como puede suponerse estaba muy interesado en comprender esta naturaleza caótica del clima terrestre. Para ello utilizó y modificó ecuaciones que describen los movimientos de fluidos atmosféricos.
Sus herramientas matemáticas dibujaron una peculiar gráfica, asemejando las alas de una mariposa. Dichas figuras llamaron la atención de la comunidad científica, así que fue invitado a ofrecer una conferencia en la American Association for the Advancement of Science, en 1972. La intituló: “Predictibilidad: ¿El aleteo de una mariposa en Brasil puede provocar un tornado en Texas?”.
Así, lo que él llamaba “dependencia sensible a las condiciones iniciales”, se convirtió en el “efecto mariposa”. No es posible obviar el hecho de que se estaba poniendo de moda el ambientalismo, así que una idea se transformó en un grito de batalla.
Curiosamente, en un principio Lorenz no se refirió al vuelo de una mariposa, sino de una gaviota cuando planteó la posibilidad de estudiar sistemas caóticos, que él calificó de “irregulares”. Según se cuenta, Lorenz no impartió dicha plática, sino su colega, Philip Merilees, a quien se le pidió que utilizara un título atractivo, mediático, si quería destacar entre tantas charlas.
Lo pensó una y otra vez, hasta que otro meteorólogo, Douglas Lilly, le sugirió evocar la novela de George Stewart, Storm, en la que en un pasaje puede leerse: “Un chino que estornude en la región de Shen–si podría obligar a unos trabajadores a traslapar nieve en Nueva York”.
A Merilees le pareció adecuado utilizar esta idea y presentarla con un sencillo juego de palabras mnemotécnico (Butterfly–Brazil, Tornado–Texas). ¿Por qué no una gaviota? Pudo muy bien haber empleado el dúo Seagull–Senegal. Sin embargo, como se dijo antes, los atractores que Lorenz aplicó parecían alas de mariposa.
Es probable, asimismo, que conociera, al menos de oídas, el relato de Ray Bradbury, El sonido de un trueno (A Sound of Thunder), dado que este autor y Lorenz se conocían. Además, como este último escribió, él sí había leído dicho cuento, y aunque prefería la metáfora de la gaviota, estuvo de acuerdo con al cambio de Merilees, pues las mariposas representan la fragilidad y la aparente debilidad de los pequeños organismos, esto es, son un símbolo de que lo insignificante puede tener un impacto en lo grande.
Rosalía Pontevedra
Escritora de ciencia, radica en Madrid.