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jueves, diciembre 12, 2024

Exactamente nada: El goce de los intelectos

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Rosalía Pontevedra 

 

El refrán “hormona mata neurona” es, como todo clisé, medianamente verdadero. Termina siendo sesgado, por lo que lleva a malentender la disputa entre razón y placer. Ni lo racional tiene que ser “frío”, ni tampoco lo emotivo debe arrasar con los argumentos fácticos.  

Los partidarios a ultranza del genetista Richard Dawkins creen a pie juntillas en lo que el afamado reduccionista de Oxford afirmó en cuanto a la tiranía que ejercen los genes sobre los organismos. Tal vez seamos espectadores de una sinergia con tintes dialécticos que sucede, perdura, fluye dentro de un frágil equilibrio termodinámico, condenando a todos los seres vivos a caer en las redes de la entropía. 

Wagensberg reconoció siempre el valor emotivo de las ideas de Dawkins, llegando incluso a traducirle y publicarle sus libros en la mencionada colección de Editorial Tusquets. Y es que científicos, artistas y filósofos comparten una misma ilusión: entender la realidad. 

En ese juego de contrarios, en medio del caos surge un momento donde se reúnen las emociones estéticas con los hechos que alcanza a deducir la razón humana. Un ejemplo es algo que escribió hace algunos años nuestro querido amigo, Jorge Wagenseberg (qepd), brillante escritor científico y uno de los más importantes museógrafos del mundo. 

Wagensberg relata sus memorables encuentros con un viejo pescador de Port de la Selva, provincia catalana de Girona, en un libro publicado dentro de la colección Libros Para Pensar la Ciencia (El gozo intelectual, Tusquets, 2007), que él dirigió durante varias décadas. 

Allá por los años setenta tuve como buen amigo a un viejo pescador de Port de la Selva (Girona), espléndido conversador. En general, por lo menos en aquella época, pocos pescadores sabían nadar. Cuando caían al agua ya se daban por muertos. No ven bajo la piel del mar, pero imaginan por análisis, síntesis e interpretación de miles de episodios acumulados durante generaciones.  

Ha habido tanto tiempo para pescar y, sobre todo, tanto tiempo para conversar… Una noche salimos los dos a pescar calamares en su bote. El método consiste en sumergir una potera (un cuerpo blanco coronado de finos ganchos) y moverla arriba y abajo, una y otra vez. Al cabo de una media hora el humillante resultado era de cinco magníficos calamares a cero. “¿Tú crees que pescaré algo esta noche, Siscu?”, le pregunté cándidamente. 

“jOh, los calamares no saben quién hay aquí arriba!”, contestó el ampurdanés. Lo que sigue procede de la charla de aquella misma noche, cuando él seguía pescando mientras yo, ya solo, le escuchaba. 

Para comprender lo que ocurre allá abajo hay que tener en cuenta lo que sigue: en el mar todas las criaturas pasan siempre hambre, mucha hambre. Si A puede comerse a B, se lo come. Si B puede comerse a C. pues se lo come. Pero, ¿qué ocurre si, además, resulta que C puede comerse a A? Pues que se lo come también, excepción hecha, claro está, de que coincidan los tres, A, B y C, en el espacio y el tiempo.  

En ese caso la tensión puede ser paralizante. La situación se da, parece ser, si coinciden un congrio (que puede comer pulpo) con un pulpo (que puede comer bogavante) y con un bogavante (que puede comer congrio). Suena a algo así como un Gedanken Experiment de pescador, pero no porque pueda crearse la situación en la realidad.  

Cuentan los pescadores que lo que ocurre entonces no puede ser más sorprendente: nada. Eso es lo que ocurre: exactamente nada. La regla más universal de los seres vivos, “comer y no ser comido”, es aquí del todo inaplicable: no comer es la mejor garantía para no ser comido y, lo que es aún más convincente, comer implica ser comido sin remedio.  

El instinto aprieta, pero otro instinto puede llegar a administrarlo. 

 

Rosalía Pontevedra 

Escritora de ciencia, radica en Madrid. 

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