La lectura profunda —esa experiencia que antaño significaba instalarse en el tiempo, hundirse en párrafos al ritmo de la respiración, dejar que las ideas se extiendan como raíces en la mente— hoy se encuentra en un declive silencioso pero manifiesto. El mundo digital, con sus destellos, interrupciones y promesas de gratificación inmediata, se ha vuelto el rival no declarado de ese acto íntimo. No es solo que las personas “lean menos”; es que han cambiado la forma de atender, de resistir, de aceptarse en la lentitud. La crisis no radica únicamente en la falta de voluntad, sino en un entorno tecnológico diseñado para fragmentar la atención, para amputar el lapso en que un lector puede quedarse con una sola frase, un solo razonamiento, sin que algo lo interrumpa.
El primer factor es la fragmentación de la atención. Pensemos en cómo consumimos medios hoy: existen múltiples entradas, múltiples estímulos, múltiples promesas de novedad al alcance de un gesto. Se ha documentado que un usuario promedio de teléfono inteligente revisa su dispositivo cerca de 58 veces al día. En ese vaivén de pestañas abiertas, de notificaciones que surgen como pequeñas bombas luminosas, el cerebro se acostumbra al “multi-track”, al cambio de canal mental constante. En ese contexto, sumergirse en un ensayo de sesenta páginas o en una novela de trescientas páginas empieza a sentirse como un acto de resistencia.
Los medios, por su parte, han respondido a ese nuevo hábito. Para ilustrar: se cita que la extensión recomendada de un artículo de prensa pasó de ~800 palabras a comienzos del siglo XXI, a ~500 en 2014, y a ~300 para 2019. Esa reducción no es anecdótica: expresa una convicción de que el lector ya no se detiene por mucho rato. Y aunque no he hallado un dato preciso que confirme los “primeros siete segundos” citados para los espectadores de Netflix —según el cual deciden en ese lapso— sí es claro que la industria del streaming ha comenzado a diseñar aperturas “a mitad de la acción” para engancharnos con gritos, explosiones o cadáveres. En otras palabras, la narrativa misma se acorta para adaptarse a un espectador hipervigilante. Se reinventa la urgencia del comienzo: el lector ya no está dispuesto a esperar.
El segundo factor es la carga cognitiva. El cerebro humano no es un computador infinito: tiene memoria de trabajo limitada, atención selectiva, fatiga. En la era digital moderna, ese cerebro funciona más como un navegador con treinta pestañas abiertas, mientras el usuario recibe pings, correos, mensajes, redes sociales en simultáneo. Las estadísticas muestran que el 76 % de las personas encuestadas reportan experimentar burn-out al menos ocasionalmente; el 28 % lo hace de forma persistente. Así lo indica un informe de Gallup de 2022. Esta fatiga estructural altera la capacidad de concentración prolongada, y cuando un lector se esfuerza tras una jornada de estrés digital, es probable que olvide rápidamente lo leído o tenga que releer páginas como un disco rayado.
El caso se agrava cuando llegamos al ámbito académico: algunos profesores universitarios informan que han dejado de asignar libros completos —no porque el libro sea irrelevante, sino porque los estudiantes modernos encuentran difícil sostener la atención en más que unas pocas páginas sin una estructura altamente guiada. La lectura pesada, densa, digamos una “lectura lenta”, se convierte entonces en un ejercicio de voluntad que muchos abandonan antes de que surja la recompensa del texto.
El tercer factor —y quizá el más contemporáneo— es la paradoja de la elección y la llegada de la inteligencia artificial (IA) como rival de la lectura. Vivimos en una biblioteca infinita: millones de libros disponibles con sólo un clic. Esto genera indecisión, una especie de vértigo de posibilidades que conduce a hojear, picotear, abandonar. Si un libro no engancha en el primer o segundo capítulo, se pasa al siguiente. Pero, además, la IA reduce la necesidad de sumergirse en el papel extenso: cuando se estima que un libro de 300 páginas puede contener 50-60 páginas de “oro puro”, con el resto siendo “relleno”, la IA promete extraer ese “oro” en minutos y aplicarlo de modo inmediato a un negocio, un proyecto o una idea personal. En ese escenario, la lectura extensa parece cada vez más una especie de lujo prescindible.
La IA no sólo es una distracción trivial (como un video de cinco minutos en TikTok): es una competencia seria para la atención, porque ofrece información de calidad, a medida, al instante. ¿Por qué gastar horas analizando un texto de 200 páginas cuando ChatGPT (o alguna consola cognitiva similar) te arroja las claves en veinte minutos? Esta lógica transforma la paciencia —una virtud milenaria del lector— en algo sospechoso, casi inútil.
No es que nuestros cerebros ya no puedan prestar atención; es que han sido entrenados para el cambio constante, para la brevedad, para el clic siguiente. En un mundo que impulsa ser más rápido, más corto, más “eficiente en consumir”, sentarse tranquilamente con un libro, aceptarse en esa lentitud, se convierte en un acto de resistencia. Y no sólo personal: cultural.Podríamos llevar esta reflexión un paso más allá. La lectura profunda no sólo forma al individuo como sujeto de ideas, sino que sustenta la democracia, la deliberación, el pensamiento crítico. Cuando la atención está fragmentada, la deliberación se debilita, el discurso público se empobrece, las metáforas se reducen —y con ellas, la posibilidad de imaginar otros mundos. Si un lector ya no se da el tiempo de seguir una argumentación larga, de estar en desacuerdo, de cambiar de idea, de releer, de detenerse, entonces el pensamiento mismo pierde músculo.
¿Hay algún remedio? No es cuestión de volver a un romanticismo que ignore la realidad digital, sino de aventurar prácticas conscientes. Por ejemplo: reservar bloques de tiempo sin distracciones para la lectura; usar textos físicos o lectores electrónicos que bloqueen notificaciones; generar “zonas de silencio cognitivo” en las rutinas diarias; aceptar que la lentitud es un recurso y no una debilidad; enseñar a los estudiantes no solo a “leer rápido” sino a sostener la atención, a releer, a reflexionar, a abandonar la superficialidad. Asimismo, las plataformas de IA pueden convertirse en aliadas más que rivales: podemos usarlas para seleccionar lecturas, para sparring intelectual, pero mantener un pacto con la profundidad (leer un libro entero, no solo el resumen).
Que el acto solitario de abrir un libro, hundir la mente en la página, avanzar sin interrupciones, siga siendo posible, debe considerarse una urgencia. El lector profundo no es un héroe nostálgico: es un sujeto que apuesta por el pensamiento, la densidad, la paciencia. Y en ese apostar está una de las últimas líneas de resistencia frente a la fragmentación digital. Leer, con intensidad, con quietud, con tiempo, es recuperar una forma de libertad.

