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lunes, diciembre 8, 2025

La ausencia de Mónica Lavín

La ausencia de Mónica Lavín

Esta nueva novela de Mónica llega escrita desde la edad en que una autora puede preguntarse, con cierta coquetería, qué ha sido realmente la escritura en su vida y qué está dispuesta a arriesgar todavía. Lavín, que a sus setenta años declara que vuelve a interrogarse qué es escribir y que esta nueva novela es una obra atípica dentro de su trayectoria, elige responder con una fábula literaria que parece hecha de ecos, lagos y bibliotecas imaginarias.  

El punto de partida: en 1941, Carson McCullers, Katherine Anne Porter y Eudora Welty coinciden en una casa victoriana que sirve como residencia artística. Un día, mientras nadan en el lago de esa propiedad, desaparece una joven autora llamada Beth. Ese agujero en la tarde, el espacio que deja el cuerpo que no vuelve a la orilla, se convierte en la grieta que marcará las vidas de las tres y que regresa décadas después como un misterio literario que reclama ser narrado.  

Para entrar en ese enigma, Lavín inventa a Lavinia Melín, escritora mexicana sin ideas, doble transparente de la autora y al mismo tiempo personaje autónomo, que se obsesiona con aquella residencia de 1941. Lavinia lee cartas, diarios, reseñas imaginarias, notas al pie que quizá nunca existieron, y a medida que se hunde en los archivos su propia identidad se vuelve porosa. El dispositivo es clásico y al mismo tiempo juguetón: una novela sobre una escritora que escribe una novela, donde el pasado de las tres norteamericanas y el presente de Lavinia se contaminan hasta que ya no está claro qué pertenece al expediente histórico y qué ha sido fabricado por la imaginación. La propia contraportada insiste en que se trata de un relato sobre secretos, memoria, identidad y las verdades que preferimos enterrar: Lavín asume ese programa y lo vuelve argumento, atmósfera y estructura.  

La elección de esas tres escritoras no es inocente. McCullers, Porter y Welty pertenecen a una tradición en la que la vulnerabilidad, la rareza y la violencia soterrada del mundo doméstico se convierten en materia de alta literatura. Lavín, que en entrevistas ha repetido que le obsesiona la fragilidad de las personas y que concibe la escritura como un instrumento para indagar en esa zona donde lo cotidiano se fisura, encuentra en ellas un espejo histórico y un linaje.    Hay, en La ausencia, un placer evidente en acercarse a sus voces, imaginar sus conversaciones, reconstruir sus nervios y sus inseguridades en un momento en que aún no eran monumentos sino mujeres jóvenes tratando de escribir algo que estuviera a la altura de sus propias expectativas.

El lago, por ejemplo, no es solo un escenario gótico. Es un laboratorio moral. La desaparición de Beth, narrada con una sobriedad que evita el efectismo, se vuelve la escena originaria del libro, el Big Bang de una constelación de silencios. Lo interesante es que Lavín no se conforma con el misterio policiaco. Lo que le importa no es tanto quién vio qué, sino cómo se narra aquello que no se puede comprobar, cómo la memoria personal y la memoria literaria se trenzan y falsean, cómo una ausencia muy concreta se transforma con el tiempo en un mito privado que, de pronto, reaparece en un artículo, en un cuento, en una frase aparentemente lateral. La novela funciona como una reflexión sobre ese proceso de mitologización, sobre la forma en que un hecho específico se vuelve una historia que varios reclaman, reinterpretan, estilizan.

En paralelo, Lavinia Melín se desliza hacia la casa de 1941 como quien cruza un espejo. En las entrevistas que ha dado sobre el libro, Lavín insiste en que La ausencia habla del tiempo y de la escritura, y que hay en ella una apuesta consciente por lo fantástico.    Esa dimensión fantástica no aparece con espectros convencionales, sino en el modo en que la protagonista llega a conversar con las tres escritoras, a caminar por los pasillos de la residencia, a escuchar comentarios que quizá nunca se registraron. El efecto es el de un espiritismo literario donde lo que se invoca no son almas sino estilos, tonos, decisiones narrativas.

La novela dialoga además con el clima cultural actual. En una entrevista reciente, Lavín declara que escribir no puede ser nunca un acto políticamente correcto y que, si lo fuera, perdería su capacidad de riesgo y de exploración moral.    Esa preocupación recorre La ausencia como un subtexto: Lavinia no solo investiga un caso antiguo, también se pregunta qué se puede decir hoy de esas tres escritoras, qué facetas se consideran aceptables, qué omisiones exige cierto feminismo didáctico, qué aspectos de una biografía se vuelven incómodos en la era de la corrección. Al interponer a una autora mexicana contemporánea entre nosotros y la escena de 1941, Lavín se permite cuestionar tanto la tentación de canonizar sin fisuras como la tendencia opuesta a cancelar sin matices.

No está de más recordar que Lavín ha trabajado antes con figuras históricas, como en Yo, la peor, donde se acercó a Sor Juana Inés de la Cruz desde una mezcla de rigor documental y libertad novelesca.    La ausencia prolonga esa línea, pero ahora desplazando el foco a escritoras anglosajonas y, sobre todo, radicalizando el juego entre ficción y archivo. Si en la novela sobre Sor Juana todavía se podía reconocer cierta confianza en la reconstrucción histórica, aquí el gesto es más escéptico. Lavín asume que cualquier biografía se parece a un cuadro de Matisse, como ha dicho en otra conversación, es decir, una composición donde el color, el ritmo y el trazo importan tanto como la semejanza con el modelo.  

La apuesta formal de La ausencia combina capítulos que siguen la investigación de Lavinia con fragmentos que recrean la vida en la residencia de escritores. Los pasajes de 1941 están construidos con una prosa que tiende a la economía, llena de detalles pequeños, y logran evitar el pastiche. No se trata de imitar a McCullers o a Porter, sino de sugerir su presencia a través de gestos: una manera de sostener el cigarro, una observación en la mesa del desayuno, una frase sobre cómo se escribe el dolor que parece salida de un cuaderno de notas. La novela confía en el lector y le permite completar los huecos, reconocer huellas sin subrayados didácticos.

Lavinia, por su parte, hace algo más que desenterrar un misterio. Al principio la vemos bloqueada, atrapada en esa pregunta que Lavín formula en entrevistas, qué es la escritura cuando ya se ha escrito tanto, cuando la vida ha dejado cicatrices que amenazan con volverse anécdota. La pesquisa sobre Beth se convierte en una forma de reactivar su deseo de narrar, pero también de revisar sus propios pactos con la verdad y con el tiempo. A medida que la trama avanza, la novela sugiere que Lavinia se está escribiendo a sí misma dentro del libro que nosotros leemos, y que esa operación de autoescritura implica, inevitablemente, elegir qué omitir, qué deformar, qué exagerar.

La ausencia, entonces, no solo nombra el cuerpo que falta en el lago, sino todas las zonas que quedan fuera de cualquier relato. La novela se interesa en esas sombras: los manuscritos perdidos, las versiones no contadas, los silencios por pudor o por conveniencia, las escenas que nunca salen de la cabeza de quien las vivió. En este punto, el libro dialoga con la obra previa de Lavín sobre duelo y memoria familiar, donde la escritura aparece como intento de dignificar el dolor. Aquí, sin embargo, la autora introduce algo más lúdico, casi absurdo, como ella misma ha dicho: un humor que se rebela contra el paso del tiempo y contra las solemnidades que suelen acompañar a la vejez y a la consagración.  

Hay momentos en que esa mezcla de humor y metaficción roza el borde del artificio. La presencia de tres escritoras célebres en una misma casa, la joven desaparecida, la autora mexicana que viaja hacia ellas como si atravesara la página, podrían volverse solo un ingenio metaliterario. Lo que salva a la novela de ese destino es la insistencia de Lavín en los cuerpos, en los temores muy concretos de sus personajes. Carson que teme no ser tomada en serio, Porter que carga sus propios fantasmas, Welty que observa y archiva con mirada de fotógrafa, Lavinia que siente cómo su presente se torna menos sólido que el pasado que investiga.

Leída desde la tradición mexicana, La ausencia ocupa un lugar curioso. No es una novela histórica en el sentido habitual, tampoco un thriller ni solo una reflexión sobre la escritura. Es, más bien, una pieza híbrida, una especie de gabinete de curiosidades donde se exhiben cartas, recortes, escenas apócrifas y recuerdos imaginados. A quien busque una trama cerrada, con resolución limpia del enigma, la novela le negará esa satisfacción. A cambio ofrece algo más raro: la experiencia de acompañar a una escritora que se deja obsesionar por un hecho mínimo en la historia de la literatura y lo convierte en espejo de sus propias preguntas sobre el tiempo, el cuerpo, la corrección política y la necesidad de seguir escribiendo cuando ya no hay certezas.

En un momento cultural saturado de biopics, series y ficciones que prometen revelar la “verdad” sobre las vidas de autores célebres, la apuesta de Lavín resulta discretamente subversiva. La ausencia no revela nada definitivo, más bien multiplica las versiones y obliga al lector a aceptar que no sabrá nunca qué ocurrió exactamente en ese lago de 1941. Lo que sí consigue es algo que a Lavín le interesa desde hace décadas: hacer visible la fragilidad de quienes escriben, esa mezcla de ego, miedo, deseo de ser leídos y necesidad de entender un poco mejor lo que la realidad tiene de incomprensible. En ese sentido, la novela es coherente con toda su obra y, al mismo tiempo, funciona como una suerte de autorretrato cifrado, un espejo donde Mónica Lavín se mira convertida en Lavinia Melín, en Carson, en Porter, en Welty, en Beth, y en ese lector o lectora que, al cerrar el libro, se queda un momento frente a la página en blanco preguntándose qué hacer con sus propias ausencias.

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