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lunes, noviembre 17, 2025

Flesh, el Booker, el futuro de la novela

Flesh, el Booker, el futuro de la novela

La pregunta, después de la ceremonia de la semana pasada, no es si David Szalay merece el Booker por Flesh, sino qué, exactamente, le ha hecho a la novela contemporánea. El método de Szalay consiste en rechazar los consuelos fáciles de la interioridad. Nos da a István un personaje que a diferencia de Bartelby en lugar de proferir el clásico prefería no hacerlo solo dice: “Okay”. Húngaro, observador, casi siempre parco en palabras, y lo acompaña desde una adolescencia en viviendas subvencionadas hasta la conscripción militar, el matrimonio, el dinero, y el aire acondicionado de la comodidad londinense, cada estación narrada en escenas tan desnudas que comienzan a vibrar. El efecto no es minimalismo escénico por el minimalismo mismo, sino una apuesta: si la vida se vive primero en el cuerpo y solo después en la explicación, entonces la ficción debe aprender a mirar el cuerpo. Esa apuesta ha sido ahora ratificada por los jueces del Booker, que han destacado el riesgo y el placer oscuro y duradero del libro.

Szalay, cuyo All That Man Is desarmó la masculinidad de una generación en nueve itinerarios discretos, vuelve a un terreno similar, pero elige la arquitectura contraria: una sola vida, estrictamente lineal, con saltos temporales bruscos entre capítulos que funcionan como cortes de montaje; cada aterrizaje encuentra a István más viejo, desplazado, y ya cargando la ceniza de algo ocurrido fuera de escena. Algunos críticos han comparado el impulso narrativo a un tren nocturno: cierras los ojos en un país y despiertas en otro, con el paisaje transformado mientras dormías. La apuesta formal consiste en lograr coherencia sin tejido conectivo: Szalay omite el monólogo interior y la retrospectiva terapéutica, dejando que los hechos sociales, los espacios de trabajo, las habitaciones, la presión de un traje nuevo, realicen el trabajo explicativo.

Todo comienza con un shock. Szalay nunca trata la calamidad inicial como un anzuelo de misterio, sino como el lastre que fija una ética: lo que puede y no puede decirse en una vida; lo que la vergüenza hace con el lenguaje; cómo un hombre se vuelve legible para sí mismo al elegir no hablar. Decir que Flesh trata “sobre la masculinidad” es tan cierto y engañoso como decir que Beckett trata sobre gente sentada. El libro se ocupa, sí, de los códigos y silencios (la escuela dura del estoicismo masculino, las maneras en que la violencia se convierte en política dentro de la familia) pero su nervio más profundo es metafísico. Se pregunta qué permanece indecible incluso después de toda terapia, qué se aloja en el ángulo de un hombro o en el ritmo de un “está bien”, el leitmotiv más discreto de la novela. Hacia el final, esa pequeñísima frase se vuelve un sismógrafo emocional.

Las frases de Szalay son conocidas por su desnudez, casi transparentes. Aquí esa desnudez adquiere una carga nueva. La descripción se reduce a lo que vería una cámara y lo que registraría un cuerpo: olor a detergente, el tacto pegajoso del cuero nuevo, la mano de una mesera sosteniendo un vaso como si fuera una criatura que pudiera escaparse. La negativa a adornar produce un fenómeno secundario: resonancia. Las escenas persisten después de leídas, como si el libro tuviera un regusto fuerte. La clase se registra a través de superficies, el poder a través de la acústica. Los ascensos ocurren fuera de escena; lo que se nos da es la habitación donde István no menciona el ascenso. El mundo de la riqueza que lo recibe se representa mediante la blancura hermosa de los materiales—piedra, vidrio, metal frío—de modo que el ascenso social se lee como un cambio de elemento, no como la realización de un deseo.

La inteligencia política del libro está infiltrada, nunca enunciada como tesis. La conscripción de István y su trabajo entre las élites londinenses no son escenas temáticas, sino climas; modifican la presión del aire. La migración aparece como un hecho callado del mundo, no como argumento. Szalay observa cómo las instituciones (el ejército, la empresa, el matrimonio) reconfiguran al yo mediante coreografías antes que mediante doctrinas. El poder está en la postura, la prenda, el silencio aprendido. La clase es una física de objetos: quién puede permitirse llevar los bolsillos vacíos; a quién se le permite tener la camisa sin mancha. Que todo esto se exprese sin discurso explícito es una de las razones por las que la novela permanece en la mente.

Habrá lectores frustrados por la reserva. Una vida narrada con tanta eficacia puede parecer, paradójicamente, insuficientemente presenciada. Las elisiones provocan al lector: lo desafían a suministrar la psicología que el texto se niega a entregar. Pero las omisiones son el punto. Szalay ha pasado una década examinando la incapacidad de los hombres para decir lo que sienten; Flesh propone una hipótesis más adulta: que gran parte de lo que nos gobierna no tiene equivalente verbal. En ese sentido, el título no es provocación sino argumento. La carne es donde ocurre la experiencia: el trauma se registra en la postura; el amor se manifiesta como competencia silenciosa; el duelo cambia la audición. Cuando István alcanza algo parecido a la felicidad, la escena no es confesional ni lírica; es la ejecución correcta de una tarea. El humanismo de la novela vive en esa modestia.

El premio alterará la forma en que se recibe el libro, pero confirma lo que muchos críticos vieron desde el principio: un retrato lineal y austero de una sola vida cuyo poder crece en la memoria, no en la lectura inmediata. El Booker afirma que la novela no necesita competir con la televisión, ni con el artículo de opinión en claridad moral. Puede hacerse más exterior y, al hacerlo, más fiel. Puede ganar emoción rechazando el sentimentalismo; puede llegar a la filosofía atendiendo a las superficies. Si uno lee por trama, el libro parecerá casi anti narrativo. Si uno lee por juicio moral, frustrará. Pero si uno lee buscando esa experiencia rara, una conciencia que organiza el mundo por tacto más que por discurso, sentirá, como sintieron los jueces, una emoción silenciosa pero verdadera.

Para orientarse antes de leer, intente lo siguiente: trate cada capítulo como una llegada nueva, resista la tentación de rellenar los silencios con psicología importada, y escuche las variaciones mínimas en palabras ordinarias. Los “está bien”(o en inglés Okey) son un sistema meteorológico completo. Otra vía es leerlo rápido y dejar que el libro trabaje después, en la memoria. De cualquier modo, Szalay nos ha proporcionado una novela que renueva el contrato entre ver y conocer, una anatomía de cómo un hombre puede ser opaco para los demás y sin embargo perfectamente inteligible en sus actos. Que este anatomista silencioso haya ganado el gran premio resulta sorprendente al principio y, una vez que llegamos a la última página, inevitable.

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