Hace tiempo enseñé un seminario llamado Voluntad y renuncia en literatura. Cuando creía saber que sabía, ingenuo. Iba de Beckett a Mann, a Hölderlin. Y a Rulfo (sospecho su tragedia ahora: más que abandonar fue abandonado por las palabras). En las sesudas clases, llenas de erudición y citas, repasábamos ese misterio: la vocación y por ende la voluntad de darlo todo (vender el alma al diablo de la literatura, como Dr. Faustus a su música). Nos deteníamos en las supuestas razones para abandonar: la demencia de Hölderlin: “¡No entiendo nada!, No entiendo nada”, la imposibilidad de decir en Rulfo. Hoy, con dos décadas más encima, no pretendería conocer las razones ni del rapto vocacional ni de la renuncia misma. Daría, en todo caso, un seminario sobre el fracaso, lo inexorable, lo inefable. Sobre la duda. O mejor, renunciaría a toda enseñanza, como en una de las canciones póstumas de Leonard Cohen, La meta: “Nadie a quien seguir, nada que enseñar”.
El luminoso silencio. Quizá, volviendo a Rulfo, fue lo que Dorotea entendió y le explica a Juan Preciado, enterrado junto a ella. Preciado le pregunta dónde dejó su alma y ella responde: “Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: ‘Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón’”. Así se le secaron las palabras a Juan, solo quedó el hilito de sangre y la bebida, rastrojo de difuntos.
Hay un momento en la vida de todo escritor en que baja la guardia y deja de luchar contra lo indecible, y por añadidura contra la verdad. No es que no acepte lo factual, por supuesto. Es algo más profundo: comprende que el sentido, “tener sentido” es algo ilusorio. Que el sentido mismo de la existencia —y por ende de la escritura— es incognoscible, se le escapará siempre. Todo esto viene a cuento al leer el seminal libro Zero at the Bones, del poeta y crítico Christian Wimay. Sus cincuenta entradas contra la desesperación no son un antídoto, sino la posibilidad de llegar a fondo en las razones de nuestro propio desasosiego.
Hace tiempo que me pregunto, viniendo de la fe, pero habiéndola perdido, si se puede vivir secularmente, desde la duda profunda, en el nihilismo realista de nuestra postmodernidad, sin caer en la más brutal depresión. Una respuesta que he encontrado, en la vida y en la literatura, tiene que ver con la idea de “cuidado” por los otros, una profunda empatía que realmente busque comprender al prójimo. Pero asistir es expiar, como dice el título de mi columna hoy. No hay asistencia o cuidado sin perdón. Y aquí por supuesto emerge el tema de la culpa, ese mal del cristianismo. Y el arrepentimiento, ese odioso sentimiento casi teológico. Para los griegos, metanoia (su palabra para arrepentimiento), no tenía ese tufo dogmático. Significaba, simplemente, cambiar de opinión. En la tradición judía tampoco tiene la implicación de la culpa. Teshuvah, el tema central entre las celebraciones entre Rosh Hashaná y Yom Kippur, conocido como los Diez días de Teshuvah, mal traducido del hebreo como arrepentimiento, trata simplemente del retorno: volver la vista a algo que se ha dejado atrás. Tal vez la divinidad misma. Volver los pasos. Asistir es expiar, dejar ser.
Quizá la enseñanza más importante de la literatura radique en esa brutal y bella paz del ser. En el libro de Wiman se reflexiona sobre un poema de Louis Clifton, que ahora traduzco:
¿no celebrarás conmigo
en lo que me he convertido?
¿un tipo de vida? yo no tenía modelo.
nacida en babilonia
lo mismo mujer que no-blanca
¿qué veía ser excepto yo misma?
lo inventé
aquí en este puente entre
polvo estelar y barro,
una de mis manos agarrando fuerte
a mi otra mano; ven a celebrar
conmigo que todos los días
algo ha tratado de matarme
y ha fallado.
Ese poema y otros —Wallace Stevens, Ted Hughes, entre muchos— le permiten al autor discutir la inefabilidad de la palabra frente a la vida misma. Cita a Richard Rorty en un diálogo con Gianni Vattimo sobre el futuro de la religión en el que Vattimo concedió ante el pragmático: “el nihilismo posmoderno constituye la verdad actual del cristianismo”. Me Importa más una frase de Rorty sobre nuestra incapacidad para comprender la vida: “Incluyendo las mutilaciones que nos han hecho quienes somos”. Por supuesto que nunca podremos comprender esas mutilaciones, esos cortes, esas heridas que nos han convertido en los adultos que somos. Para eso tenemos la literatura. No para comprender más, o entendernos mejor, sino para ahondar en el insondable abismo que es la vida.
Tengo tiempo pensando si es posible un misticismo secular. No hablo de una espiritualidad secular, pues los ejemplos abundan en el New Age y los spas holísticos, tan de flojera. Pienso en algo más trascendente. Un asombro verdadero por lo ignoto, por la duda, por el espacio del ser en que desconoce, en el que ignora. Y para eso, claro, la poesía, que nunca dice saberlo todo, o renunciaría a ser canto. Traduzco ahora, para ese fin sin sentido, un poema de William Bronk que Wiman trata de entender:
De los amantes, uno se da cuenta cómo, unidos, su felicidad es pensar
en su singularidad, juntos, encontrarse los dos
sosteniéndose el uno al otro, piensan que sostienen
también, además de a sí mismos, la verdad, la realidad.
Honramos su deseo, ¿qué cosa mejor podemos hacer que eso?
O, más que honrar, sentimos lo que ellos sienten.
Si no se trata de otro significado, entonces eso sería todo:
sentimos que lo que sostienen no es la verdad.
Pero no se trata de entender. Solo de sentir. En esta eterna finitud. En este sinsentido. Tampoco la literatura sabe, tampoco la literatura salva.