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jueves, noviembre 21, 2024

Palabras para un mundo posible

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Con frecuencia viene a mi mente una expresión del Tractatus Lógico-philosophicus de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”.  Y que el mundo sea mundo y sus límites sean los de mi lenguaje -pienso- tiene importantes repercusiones, al menos teóricas. Luego salto a la Pragmática y me pierdo ya en Actos de habla, de Searle, o en Hacer cosas con palabras de Austin. Y sigo con mis elucubraciones. El lenguaje, la lengua, el habla son fenómenos fascinantes. Discurrir sobre la palabra y sus posibilidades es siempre grato. Analizar el discurso es benéfico e interesante. Y no es para menos: somos -como suele decir Emilio Lledó- el animal que habla.

Por cierto, acabo de leer Identidad y amistad: palabras para un mundo posible del filósofo y filólogo sevillano, autor de obras como Filosofía y lenguaje, Lenguaje e historia, El silencio de la escritura, Imágenes y palabras, cuya trayectoria ha merecido el Premio Nacional de Letras españolas y el Premio Princesa de Asturias. El libro, impreso en mayo de este año en Madrid, llega a las librerías bajo el sello Taurus. Dos partes -La amistad griega y Aproximaciones a la identidad- aglutinan sus reflexiones.

En la Introducción, Lledó nos recuerda que, desde la antigüedad, los griegos habían advertido que “nuestro ser individual, nuestro estar en la naturaleza, recaía necesariamente en el ser del lenguaje”. De ahí el valor de indagar el logos que entrañan las voces que la cultura ha conservado, las palabras que hemos heredado. De ahí la importancia (y quizá la urgencia) de rescatar el sentido de expresiones como identidad y amistad. De ahí la necesidad de entretenerse en desentrañar lo que se dice y comprender el significado o construirlo o negociarlo o atribuirlo, no sólo para pensar las palabras: más bien, para realizarlas.

En la Primera parte se abordan temas como el lenguaje, la mirada y la mismidad, la democracia, el amor y la amistad, la libertad. Sin duda, el día a día nos ofrece un sinfín de actividades y caminos fáciles que nos quitan la oportunidad de analizar de manera crítica y creativa el discurso, nos privan de la reflexión sobre el lenguaje, nos impiden sopesar las palabras y conversar sobre ellas, sea porque “o no nos planteamos el saber lo que significan, o no nos importa nada lo que puedan significar porque ya estamos lejos de cualquier comportamiento ético, lejos de cualquier compromiso social o político”. El tema no se agota en constatar el uso limitado del repertorio comunicativo, sino en reconocer que la falta de crítica es un “germen de la corrupción mental” en primera instancia y, una causa de la erosión de la ética con el consecuente deterioro de las relaciones sociales, en última instancia. Las crisis sociales son, ante todo, crisis del lenguaje.

Vivimos tiempos en los que los diccionarios adelgazan, se nos ofrecen definiciones simples, explicaciones fáciles, soluciones prefabricadas y unas cuantas ‘verdades’ incuestionables. Da la impresión de que ya no hay brechas por abrir pues tenemos trazadas las rutas que hay que andar, las teorías que hay que pregonar, los ídolos a los que hay que aplaudir. Preguntar por qué y para qué está de más. Indagar se ve mal cuando la tendencia es seguir el algoritmo, ser parte de la mayoría y acatar con alegría. Pero, las preguntas siguen siendo, sin embargo, fundamentales. Unas menos, unas más. ‘Cómo hay que vivir’ es una de las más porque tiene que ver con la libertad, con lo que podemos hacer y, sobre todo, con lo que podemos ser.

“Somos seres humanos -apunta Lledó- por esa paulatina y siempre asombrosa adquisición del lenguaje. Nos educamos, por así decirlo, en ese ‘aire semántico’ que empezamos a escuchar y, en parte también, por esos signos escritos que aprendemos a leer”. Entre más abundante y menos contaminado sea ese aire, mejor. En otras palabras: “una educación en la que ese ámbito libre se solidifique con los grumos ideológicos que se apelmazan en el lenguaje acaba cercando el territorio de la posibilidad, de la libertad”. O sea: “lo que acabamos siendo es, en buena parte, lo que nos han enseñado a ser”, mediante el lenguaje.

Una y otra vez se resalta el valor de las palabras: “hablar es pensar, decir sentidos y, en definitiva, ampliar la vida de la propia consciencia, del propio ser en el ser de los otros”. Más, todavía: “las palabras configuran un espacio común en la sociedad, una herencia de la que vivimos y en la que amanecemos instalados”.

La Segunda parte, más breve, se enfoca en la identidad y la ciudadanía, la identidad y la democracia, la identidad y los prejuicios, la identidad y la intimidad. Después de todo, “vivimos en un mundo de palabras -dice Lledó-. Ese mundo en el que nacemos no sólo es un elemento de comunicación entre los seres humanos y, por consiguiente, un creador de la cultura, o sea, de experiencia y memoria, de interpretación y de teoría, sino que los comportamientos, las acciones, las opiniones y, en el mejor de los casos, las reflexiones y las ideas van marcando la historia y el conglomerado social que la hace”.

En este libro, página tras página, las palabras hablan de las palabras para pensar el lenguaje de una forma amena pero precisa, ágil pero rigurosa, puntual pero elegante, inteligente, profunda. Así, el lector aprovecha el tiempo de lectura para recordar a los clásicos, dialogar con el autor sobre las cosas que nos interesan y renovar la mirada sobre el mundo. Eso siempre se agradece.

Pienso -después de leer y antes de concluir- que el futuro depende del discurso que seamos capaces de construir ahora como individuos, como sociedad, como especie, sin que nadie se quede fuera, juntos, entre todos. ¿Utópico? Quizá.

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