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jueves, noviembre 21, 2024

La pasión amorosa

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En febrero y en México, además de la Constitución, el Ejército y la Bandera, el amor es el otro tema ineludible. Un tópico que se presta para amenas charlas acompañadas de chocolates, rosas rojas, poéticas declaraciones, confesiones prosaicas, una copa de buen vino, tiernos contactos y susurros en la habitación. 

El amor, ese misterio a la vez fascinante y temido, ese abismo terrible como la muerte, esa entidad plural y multiforme que algunas inteligencias simplifican al límite contraponiendo, por un lado, el amor romántico y, por otro, el-amor-como-debe-ser (que no como Dios manda, porque ese se supone para toda la vida y requiere ser fiel). 

El amor, cuya existencia ha sido explorada desde Platón hasta Compte-Sponville y cuyas raíces están en los mitos que sustentan nuestra idea de sociedad. En las aspiraciones y los tropiezos de quienes nos precedieron. En esa noche sexual en la que comenzó nuestra existencia y de la que no tenemos imagen alguna. 

El amor, esa palabra fundamental y fundante que acompaña la historia de la humanidad cambiando de significado, como puede constatarse con un recorrido rápido por la historia de la filosofía o la literatura. Una voz fascinante que impregna el discurso, que enardece cantos y consignas, que incluso define políticas públicas. Una idea persistente que seduce, un concepto clave que deviene estímulo e impulso.  

El amor, ese cajón de sastre donde, junto al hilo rojo, caben los sueños, los más caros anhelos y alguno que otro retazo de triste realidad. El sitio donde se guardan los emocionantes cuadernos de viaje, el diario íntimo y no pocos recuerditos de estancias felices. El afecto, la ternura y la comprensión. Éxtasis y tropiezos. Los botones que servirán de muestra junto a los hallazgos y las separaciones. Un dedal para evitar el pinchazo y el dolor. Delirios, furores, incendios. Cuerpos imaginados, fantasmas que vuelven de cuando en cuando, nobles ideales y pasiones intensas. 

El amor, ese universo que se resiste a la definición perfecta y al que uno se aproxima provisto de metáforas en sucesivos asedios, un plexo de referencias que según el tiempo y las formas puede verse como feliz descubrimiento o laboriosa construcción, proceso artesanal, arrebato o conquista, palabra prudente o acción inevitable, destino o decisión, vicio o virtud… 

El amor, esa complejidad rica en ambigüedades e indeterminaciones que los profesionales del marketing capitalizan ya sea con promesas irrealizables que aumentarán la desilusión a sabiendas de que la frustración se mitiga mediante el consumo, ya sea apelando a la insatisfacción previa y el desencanto asumido para incorporar en el mercado la versión light: un amor que no hiere ni engorda, y que al modo el café sin cafeína es un remedo de bajo costo, sin sellos, para aquellos que no pueden pagar el precio de la pasión. 

Y es que la pasión, en cuanto fuerza que nos arrastra más allá de la razón, es “una experiencia perturbadora” –como explica el psicoanalista argentino Gabriel Rolón en su libro El precio de la pasión (Planeta, 2020) –. Una puerta a la desmesura. Un vaivén entre el placer y el dolor, un impulso que pone en juego el deseo y que “puede llevarnos tanto al ápice febril del encuentro amoroso, o a ese punto descontrolado de dolor al que denominamos goce”. 

Con argumentos que se sostienen en la literatura y las historias del diván, Rolón apunta que los humanos tendemos a ignorar el pasado y el futuro cuando hablamos del amor y “pensamos que el amor, el deseo o la pareja han significado lo mismo en todos los tiempos y lugares”. Obviamente no. En los diálogos platónicos sobre el tema se explica el amor a partir de la carencia, mientras que en la Edad Media el amor cortés se explica a partir de la presencia, por ejemplo.  

En todo caso, lo constante en el amor es la simbolización de lo biológico, su función y validez en cada cultura, así como la necesidad de ofrecer una explicación satisfactoria para los encuentros y desencuentros, felices o desafortunados, en torno a esta pulsión. O como dice el autor: la percepción de “ese fenómeno extraño que se da cuando alguien nos enamora: en esa persona, hasta ahora desconocida, reencontramos un rasgo que venimos amando desde siempre”. Esa “elección inevitable”, esa atracción ante la cual nuestra única opción es ceder o no, ese deseo que pretende ser correspondido, esa capacidad de relación que se aprende, esa maravilla que estremece (y que duele). 

El amor importa porque nos distrae de la soledad. Porque nos abre a la alteridad. Porque nos afirma mediante el reconocimiento. Porque esboza un horizonte de trascendencia. Porque es parte de la vida. Desde luego, no todos los amores valen la pena. “El ser humano está en una constante lucha entre su pulsión de vida y su pulsión de muerte –señala Gabriel Rolón–; entre esa energía libidinal que lo lleva a desear, a enamorarse, a estudiar, a componer canciones, a trabajar, a presentarse en un concurso, a todo aquello que lo liga a la vida, y esa otra energía que lo aísla, que lo deja solo, que se satisface en sombras y lo encierra en pensamientos que lastiman”. 

Y, sin embargo, aunque el amor, esa pasión intensa e incierta, no trae garantía. Aunque no hay a quién reclamarle (o sí, a uno mismo) cuando se desborda la imaginación y la fantasía, cuando la felicidad no llega, cuando la ilusión desaparece o sobreviene la ausencia, pagar el precio de la pasión se antoja una buena apuesta. No es poca la alegría.  

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