A dos años y meses del desconcierto, de la crisis sanitaria, de la educación remota de emergencia, los escolares han vuelto masivamente a las aulas, como si salieran de unas buenas vacaciones, como si no hubiera pasado nada o como si hubiera pasado hace mucho tiempo. Se nota, por ejemplo, en el tráfico de las mañanas, en las prisas de las y los conductores, en los incidentes y accidentes de tránsito. Sí, se nota.
Es un hecho que el Covid-19 fue un impulsor para la incorporación de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en organizaciones públicas y privadas, empresariales y educativas, donde poco se usaban. Hubo avances, no pocos, y tareas pendientes, sin duda. Ahora mismo, es prematuro anticipar cómo afectará el regreso a las aulas al desarrollo de competencias digitales y comunicativas, entre otros procesos que ya estaban en marcha. Prematuro es también echar las campanas al vuelo asumiendo que, ipso facto, las habilidades sociales y los aprendizajes quedan garantizados.
Lo que sí podemos hacer desde ahora es imaginar el futuro de la educación, la educación del futuro.
Imagina si… El poder de crear un futuro para todos es el título del libro póstumo de Ken Robinson, escrito en coautoría con su hija. Y llega a nuestras manos publicado en español por Grijalbo (2022) a casi dos años de su muerte. Recordamos a Robinson por una charla TED de 2006 en la que afirmaba, entre otras cosas, que la escuela mata la creatividad. Sus libros El elemento, Tú, tu hijo y la escuela y Escuelas creativas son más que una crítica una invitación, una provocación, un desafío. De hecho, este libro hace las veces de una síntesis de su visión: “la educación tiene dos funciones principales: debe ayudar a las personas a desarrollar sus capacidades innatas y a desenvolverse en el mundo”.
Esta consciencia sobre la necesidad de repensar la educación y actuar de forma ética e inteligente se sostiene en tres premisas que, sin mayor problema, pueden suscribirse, a saber: 1) “vivimos en una época de revolución y nos enfrentamos a desafíos sin precedentes”, 2) es posible afrontar los retos, pero “tenemos que pensar de otra forma en nuestros hijos y en nosotros mismos” y finalmente 3) “debemos hacer las cosas distintas en la educación, el trabajo y las comunidades”. Suena bien. Es lógico. Hace sentido. De ahí que “ante un futuro cada vez más febril, la solución no está en hacer mejor lo que hemos hecho antes. Tenemos que hacer otra cosa”.
El punto de partida en la reflexión es reconocer la importancia de la imaginación, en tanto que facultad que permite el éxtasis, es decir, “escapar del aquí y el ahora a través de la especulación, la visualización y la suposición”. La imaginación como posibilidad de construir escenarios. La misma imaginación que está en el origen de la ciencia y la tecnología, las creencias y las ideologías, las crisis y los problemas globales. La imaginación, fuente de lo bueno y de lo malo. La imaginación que nos ha colocado como especie en un momento crítico.
Pero la imaginación no se basta a sí misma, requiere de la creatividad para ponerse en práctica, necesita además la inteligencia, que no se limita al coeficiente intelectual o al rendimiento académico, sino que “incluye la capacidad de formular y expresar conocimientos con coherencia”, que es diversa, dinámica, singular y establece relación con el mundo, o mejor aún, con los mundos ya que en el libro se afirma: “No vivimos en un mundo, sino en dos. El primero es el mundo que nos rodea: el mundo exterior de las ciudades y los territorios en los que vivimos, la gente de nuestro entorno, los objetos materiales y los acontecimientos y las circunstancias. El segundo es el mundo que llevamos dentro: el mundo interior de nuestra consciencia personal”.
De lo anterior se desprende que “la educación debe ser el puente entre esos dos mundos. Saber cómo tender ese puente es la base con la que hacerlo más seguro para todos nuestros niños”. Para todos nosotros. Esa es en esencia, según Robinson, la promesa de la educación. O dicho de otro modo: “la educación debería ensanchar la consciencia, las capacidades, las sensibilidades y la comprensión cultural de cada uno. Debería ampliar nuestra visión del mundo”. Lo cual tiene las siguientes implicaciones:
“La educación debe permitir a los alumnos involucrarse en su mundo interior y en el que les rodea”.
“Las escuelas deben permitir que los alumnos entiendan sus culturas y respeten la diversidad de los demás”.
“La educación debe permitir a los alumnos ser responsables e independientes en el plano económico”.
“La educación debe permitir a los jóvenes convertirse en ciudadanos activos y solidarios”.
Poco o nada que ver con el diseño curricular segmentado en asignaturas. Poco o nada que ver con lo que se venía haciendo. Poco o nada que ver con el regreso: “las soluciones no están en la retaguardia”.
Más que lecciones teóricas, los estudiantes requieren “hacer preguntas y averiguar cómo funciona el mundo”, más que doctrinas moralizantes, necesitan “generar nuevas ideas y ponerlas en práctica”, más que aceptar verdades irrefutables, deberían “analizar información e ideas y elaborar argumentos y juicios razonados”, más que un pensamiento único, por coherente que sea, habría que permitirles “expresar pensamientos y emociones con claridad y confianza en distintos medios y de distintas formas”, más que esperar a que el mundo mejore, deben poner en práctica “la capacidad de trabajar de forma constructiva con los demás”, más que un bienestar egoísta, necesitan “empatizar con los demás”, “conectar con la vida íntima de las emociones y desarrollar cierta armonía y equilibrio personal”, “involucrarse constructivamente en la sociedad”.
Una vez más, suena bien. Supone que “un sistema educativo no tiene éxito porque haya exámenes y trabas destinadas a la obtención de resultados; tiene éxito cuando se reconoce a los individuos y se celebra la diversidad de su talento. Tiene éxito cuando los alumnos están satisfechos y llevan una vida satisfactoria”. Y decir sistema no es referirse a la burocracia, sino a un conjunto de procesos que interaccionan para producir un “efecto combinado”. Así, el sistema educativo que Robinson invita a imaginar es una comunidad de aprendices, un ecosistema que refuerza la tendencia natural a aprender, las interacciones respetuosas entre docentes y estudiantes, la aproximación interdisciplinaria al mundo, en equipos diversos, no sólo por los talentos de los participantes, sino por las diferentes edades y grados de experiencia, con horarios flexibles, ambientes lúdicos y evaluaciones en perspectiva….
Eso quería Robinson, eso dice su último libro.
Volvimos a la escuela y estamos contentos con el reencuentro. Ya no somos los mismos. Parece que fue hace mucho tiempo cuando el covid-19 irrumpió como un tiempo de gracia para reinventar el futuro.
Para rectificar el rumbo y mirar más allá.
Para imaginar si…