Desde antes, pero sobre todo a partir de la educación confinada a causa del Covid-19, está claro que existen las condiciones tecnológicas, culturales y sociales para pensar en nuevas maneras de educar. Y no se trata de distribuir abundantes PDF’s en vez de fotocopias o sustituir las orientaciones del profesor por un vídeo disponible las 24 horas, los 7 días de la semana, en internet, sino de reconfigurar los espacios educativos y diseñar diferentes experiencias de aprendizaje. Después de todo existe la idea de que las Tecnologías de la Información y la Comunicación tienen un alto potencial para facilitar el aprendizaje y que los cambios que han producido son, por decirlo rápido, irreversibles.
Ahora bien, el espacio digital entraña riesgos y oportunidades, como reconocen Mercè Gisbert Cervera y José Luis Lázaro Cantabrana en su libro De las aulas a los espacios globales para el aprendizaje, publicado en plena pandemia (octubre de 2020) por Octaedro. Sin duda, somos testigos de cambios tecnológicos que suceden rápidamente y entrañan peligros y oportunidades. La perspectiva global facilita intercambios comerciales a nivel internacional, pero amenaza la visión personal que los individuos construyen del mundo, se abren caminos para la democracia, aunque se desarrollan algoritmos para inducir el voto a favor de tal o cual personaje, se multiplican los canales de comunicación, pero también se habla cada vez más de posverdad y fakenews. Las redes sociales devienen a veces social network, a veces social media.
En este escenario, como sugieren Gisbert y Lázaro Cantabrana “es fundamental abordar, de manera crítica, el triángulo contenido-contenedor-contexto y resulta urgente poder facilitar a los ciudadanos suficientes instrumentos y herramientas (también tecnológicas) para que puedan desarrollarse como ciudadanos digitales críticos”. Y vaya que es urgente esta formación. Basta hacer un sondeo entre los familiares y amigos para ver cuantos teléfonos celulares se conectan a cuanto WiFi encuentran sin contar con un antivirus. En consecuencia, la educación no debe conformarse con incorporar algunas aplicaciones para enriquecer las experiencias de aprendizaje, debe abonar a la consciencia sobre la realidad que compartimos y proveernos de “recursos suficientes para gestionarla y, si hace falta, contrarrestarla”.
Hace casi 7 años vivimos en México el llamado apagón analógico. Para pronto, la transición a la Televisión Digital Terrestre es una muestra de los muchos cambios e innumerables innovaciones, cuya omnipresencia está transformando e incluso borrando las fronteras entre lo público y lo privado, el tiempo y el espacio, los roles del individuo en sociedad. La incorporación de la tecnología para enriquecer las experiencias formativas ya no está a discusión. La conclusión es obvia. El tema, en todo caso, es cómo reducimos la brecha digital: como avanzamos a la inclusión digital. Es decir, cómo agilizamos la generación y gestión de políticas públicas, cómo democratizamos el acceso a los recursos tecnológicos y cómo fortalecemos la profesionalización del profesorado para beneficiar a sus estudiantes con la tecnología. O dicho de otra manera como diseñamos y dinamizamos “nuevos modelos de participación, de interacción, colaboración, compromiso y de definición de representaciones provisionales de la realidad”. O sea, cómo transformamos, usando lo que tenemos a la mano, la educación.
Y aquí hay un dato interesante para la reflexión: “tanto los ecosistemas tecnológicos como los educativos ya no responden solo al control de las administraciones educativas y de los docentes” y en el mejor de los casos serán los estudiantes quienes autorregulen su aprendizaje. Y digo que en el mejor de los casos porque hemos visto que las tecnologías digitales pueden, efectivamente, modificar los procesos educativos, pero requieren “nuevas estrategias, espacios, modelos y oportunidades para aprender”. Se dice fácil. Es lógico. Pero es también un reto: un río revuelto.
Lo bonito, lo estimulante, lo esperanzador es que “el espacio digital se ha convertido en las dos últimas décadas en un espacio de intercambio y de cooperación, tanto de los docentes como de los discentes, así como de la sociedad en general”, pero no se han acompañado, en la mayoría de los casos de “planteamientos pedagógicos”.
¿Y cuáles serían estos planteamientos pedagógicos? Gisbert y Lázaro Cantabrana, con base en estudios previos, proponen que las y los docentes, cuyo trabajo desborda la actividad en el aula e, incluso, en su centro de trabajo, han de ser: 1) consultores de la información, 2) colaboradores en grupo, 3) facilitadores del aprendizaje, 4) generadores críticos de conocimiento y 5) líderes del proceso educativo.
¿Y si eso ya se sabe por qué no se notan los avances? Porque la tecnología aplicada a la educación es un elemento disruptivo. Y para reducir el temor ante el cambio se requiere un liderazgo fuerte, y mucha investigación, y participación de los agentes involucrados, y decisiones basadas en información confiable, y una buena comunicación. Y quizá también porque ante la incertidumbre se necesita gente con consciencia del presente y visión de futuro, con astucia suficiente y con ganas –más que de un salario seguro- muchas ganas de pasar a la historia. Eso: inteligencia para comprender el momento histórico, un corazón que se emocione con las posibilidades que nos ofrece el mundo, y voluntad para hacer de la sed de trascendencia un impulso. Eso.