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viernes, noviembre 1, 2024

Desear la paz

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Desear la paz es asumir que la paz es posible, que la paz es más que un concepto polisémico y multifuncional, que la paz cabe en la realidad añadiendo valor a la experiencia de estar vivos y no se limita a una idea en el discurso, que la paz como forma de vida se construye y aprende en la experiencia y, por tanto, que la paz en las distintas acepciones del diccionario tiene algo de don y una buena dosis de voluntad y decisión, de esfuerzo y dedicación.

Al mismo tiempo el deseo de paz es un reconocimiento de la fragilidad de este anhelo humano, individual y social, como puede leerse en la mítica relación de Caín y Abel y constatarse al revisar cualquier día la sección internacional o la nota roja del periódico que el lector guste. Abandonar la paz, renunciar a ella, cesar en el esfuerzo, es por lo menos consentir las violencias, grandes y pequeñas, cuando no promoverlas. Y toda violencia por insignificante que parezca si no se contiene, ya se sabe, termina en muerte.

Ahora, frente a los violentos encontramos a mujeres y hombres cuya biografía muestra las claves que la construcción de la paz requiere: Teresa de Calcuta, Rigoberta Menchú, Martin Luther King, Nelson Mandela y Gilberto Bosques Saldivar, son ejemplos que Francisco de la Torre Flores incluye en su libro Por una cultura de paz publicado en 2021 en una coedición BUAP-CIPAE-El Colegio de Puebla. La paz tiene un precio, que va desde el encuentro con el otro y la atención a sus necesidades inmediatas, hasta la participación política para denunciar la discriminación y la injusticia, pasando por el acto humano más noble: proteger y salvar vidas.

Educar para la paz es un tema transversal sobre el que se vuelve cada vez que nos enteramos de un nuevo conflicto armado, o cuando se publican leyes y normas para atender los riesgos psicosociales derivados de las deficiencias en el diseño, la organización y la gestión del trabajo u otras afecciones de la salud mental que surgen por falta de paz interior. Desde luego, no es lo mismo mantener el equilibrio en las relaciones internacionales que el adecuado manejo de las emociones para afirmar la paz en cada caso. Ahora bien, entre estos extremos se encuentra la paz social que tanto prometían los políticos de antes (los de ahora ya no).

“En opinión personal –dice el doctor De la Torre-, la idea de paz pertenece a un sistema de creencias, como consecuencia de un proceso cultural y educativo en el marco de las relaciones interpersonales dadas en la familia, la escuela, el trabajo, el deporte y la cultura”. Sin duda. La paz como experiencia requiere un ecosistema que le dé sentido a la palabra, a la acción, a la interacción. Se ha insistido desde la UNESCO, en relación con el derecho de todos a vivir en paz, palabras más, palabras menos, que si las guerras comienzan en la mente, es ahí donde debe construirse la paz.

La paz, desde luego, pasa por la palabra y el pensamiento, pero requiere ir más allá. La paz –salvo en el sentido espiritual e individual- tiene significado en las circunstancias de cada persona y se forma en las interacciones sociales: en la familia en cuya intimidad se expresa el amor y repercuten las tensiones de origen económico, social y político; en el contexto laboral donde las personas se autorrealizan siendo productivos y donde el poder se disputa y la ira, la envidia, la avaricia compiten con la ética; en los grupos sociales donde se comparten valores y aficiones entre verdades y apariencias. Y, desde luego, coadyuva la escuela.

Especial atención dedica el autor del libro a la triada valores, necesidades y temores como aspectos de suma importancia ya que su entramado sostiene nuestra concepción de paz y articula la convivencia social. Siguiendo a Latapí sostiene que los valores son “preferencias colectivas, compartidas por un grupo”. En cuanto a las necesidades, queda claro que existe una relación entre su satisfacción y la paz. Y los temores paralizan impidiendo el sano desarrollo de las personas. En síntesis: “los valores, las necesidades y temores son aspectos de nuestra vida personal y de grupo que afecta nuestra forma de pensar y sentir respecto de la paz y convivencia social”.

Estirando el argumento, cuando los conflictos que se presentan son superados con satisfacción porque hay escucha atenta y diálogo fecundo en la búsqueda de respuestas, un adecuado manejo de las emociones, acciones coherentes, acuerdos que se cumplen, beneficios colectivos, en un entorno de aceptación y reconocimiento, comprensión y apoyo, sin daños ni resentimientos, se propicia un círculo virtuoso de paz. Por el contrario, cuando el conflicto da paso a la violencia, se desencadena un círculo vicioso. De ahí que, los procesos educativos que promuevan la paz deban desarrollar habilidades y actitudes sociales.

El libro que por su brevedad y profundidad hace las veces de un prontuario para el educador interesado en reducir las violencias, concluye con una propuesta didáctica que parte de la motivación: difícilmente avanzaremos hacia la paz si no se percibe como una necesidad, como un deseo mutuo, como una tarea que nos concierne. Sigue el propósito, el para qué queremos vivir sin violencia, qué ganamos, cuál es el bien que se alcanzará. Luego vendrá la planeación de las actividades donde no pueden faltar ni el modelado, es decir, el ejemplo ni el trabajo en equipo. En última instancia se trata de “pensar y sentir la paz, en lugar de pensar y sentir en violencia”.

Al final de la lectura, queda claro que educar para la paz no es una tarea sencilla en nuestro mundo, en nuestro tiempo. Es una actividad ardua, cotidiana y compartida que se enfoca en crear las condiciones de posibilidad para que la paz, de suyo frágil, inevitablemente polisémica y siempre deseable, venga a añadirle valor a la vida. Sigamos hablando del tema, pongamos límites a la violencia y si queremos paz, hagamos que la paz suceda.

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