El 20 de julio se celebra en México el Día del bibliotecario y esta vez la celebración me encuentra leyendo Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento de Richard Ovenden, quien es desde 2003 bibliotecario en la Bodleiana de la Universidad de Oxford, donde ha ocupado varios cargos. Previamente trabajó en la Biblioteca de la Universidad de Durham, la Biblioteca de la Cámara de los Lores, la Biblioteca Nacional de Escocia y la Universidad de Edimburgo. El libro, que se publicó el año pasado en inglés y este año en español bajo el sello editorial Crítica, nos recuerda que “en la antigüedad y en la época medieval, la labor de organización de las bibliotecas tenía connotaciones sagradas”. La exigencia de respeto, cuidado y conservación corresponde a la consciencia, por un lado, de la trascendencia del conocimiento y, por otro lado, de su vulnerabilidad.
El propósito del autor ha sido “examinar una serie de episodios clave acontecidos a lo largo de la historia para destacar los distintos motivos que han impulsado la destrucción de los depósitos de conocimiento, y las respuestas urdidas por la profesión para hacer frente a ellas”. Estos eventos son un resumen de la historia de las bibliotecas destruidas desde la antigüedad hasta tiempos recientes, así como actos valientes que permitieron la supervivencia y el rescate de algunos documentos. El afán de destrucción de las culturas, la desaparición de registros y el asedio a la memoria de los pueblos continúa y en ese sentido, con el tiempo, “las bibliotecas y los archivos se han convertido en el soporte fundamental de la democracia, el Estado de derecho y la sociedad abierta, puesto que son organismos que existen para ‘aferrarse a la verdad’”.
Gracias a los trabajos arqueológicos realizados en lo que fue Mesopotamia, en especial, el hallazgo de la biblioteca de Asurbanipal tenemos una prueba del valor político que tenía el registro y la gestión de información. El sentido de la acumulación y preservación era práctico: hace más de veinticinco siglos “fueron los gobernantes los que crearon estas colecciones porque pensaban que la adquisición de conocimiento acrecentaba su poder”. Y, en consecuencia, privar al otro de información -tomándola como botín, pervirtiéndola o destruyéndola- se veía como una forma de debilitar al enemigo.
En el imaginario occidental, la gran biblioteca de la antigüedad fue la de Alejandría en la que además de “la evidente ambición de adquirir y conservar conocimiento había también un deseo de fomentar el aprendizaje”. Poco sabemos de su funcionamiento, pero estamos enterados de que había un edificio interno y otro externo, el Museion o templo de las musas que sería un antecedente remoto de los actuales centros de investigación y el Serapeum. También está claro que en el siglo I de nuestra era dejó de existir. Pudo ser durante el saqueo que realizó César, pudo ser la intolerancia religiosa, pudo ser el deterioro paulatino por falta de financiamiento. Cuidar y curar colecciones siempre ha sido costoso.
Durante la edad media las órdenes religiosas mantenían sus bibliotecas y “un nuevo movimiento ilustrado, el humanismo, que fomentaba el aprendizaje de idiomas y el estudio de autores clásicos, había creado un fermento intelectual que ofrecía otras formas de ver el mundo”. En tiempos de la Reforma y en Inglaterra, cuando Enrique VIII buscaba argumentos contra la Iglesia católica para divorciarse de Catalina de Aragón, primero, y para acrecentar su poder después, se expidieron leyes que disolvieron monasterios y abadías y acabaron prácticamente con el acervo de las bibliotecas de las órdenes religiosas. Otro tanto sucedió en Alemania. “Los monjes y las monjas que ejercían de bibliotecarios y archiveros se vieron impotentes para frenar la fuerza de la Reforma”. Una parte de lo que se salvó fue obra de los anticuarios.
Y entre los personajes que tanto bien le han hecho a la humanidad no podía faltar un capítulo dedicado a sir Thomas Bodley, cuya obra fue descrita por Francis Bacon como “un arca para salvar el conocimiento del diluvio”. Bodley se propuso restaurar la biblioteca de Oxford, estableció normas para el cuidado de los libros, llegó a un acuerdo con los impresores para que depositaran en la biblioteca una copia de cada libro publicado, consiguió donaciones y fue el primero en publicar el catálogo de libros de una biblioteca. Pensaba que el cargo de bibliotecario debería ser desempeñado por “alguien distinguido y conocido por su diligencia en los estudios, y que su conversación fuera leal, activa y discreta, graduado y también lingüista, libre de responsabilidades matrimoniales y sin beneficios eclesiásticos”.
Entre incendios y saqueos de bibliotecas, el autor también se da tiempo para hablar de la responsabilidad de conservar o descartar los registros personales, aportando como ejemplos la correspondencia de Cromwell que fue incinerada en un contexto doméstico, o los diarios de Lord Byron desaparecidos para mantener su prestigio, o el deseo incumplido de Kafka, sobre la destrucción de sus obras.
La lista de bibliotecas incendiadas incluye la del Congreso en Estados Unidos por parte del ejército inglés, la Biblioteca de York por parte del ejercito estadounidense, la Biblioteca de Lovaina por parte del ejército alemán en ambas guerras mundiales, la destrucción de los libros del Pueblo del Libro, el ataque a la Biblioteca Nacional y Universitaria de Bosnia-Herzegobina: “Los saqueos y destrozos de libros llevados a cabo por la Reforma europea tenían un fuerte olor religioso y las comunidades católicas estaban en el punto de mira de la destrucción por sus bibliotecas, puesto que su contenido se consideraba herético. La destrucción de la universidad de Lovaina tuvo también un componente cultural con su estatus nacional como centro del conocimiento. Los ataques perpetrados contra las bibliotecas y los archivos durante el Holocausto fueron un asalto cultural en el sentido más amplio: no era simplemente la religión de los judíos lo que la maquinaria nazi quería erradicar, sino todos los aspectos de la existencia judía”.
Ahora, en la era digital, es importante recordar que la preservación del conocimiento no es un acto de nostalgia sino una apuesta por el futuro. Han entrado en escena otros actores que almacenan datos (no necesariamente los preservan), con sitios que cambian rápidamente. Archivar esos datos y darles sentido parece ser el gran reto, sin embargo, las empresas que se fortalecen en la sociedad del conocimiento parecen tener más interese económicos que culturales. El conocimiento generado entre todos sigue siendo frágil, sigue amenazado, es atacado actualmente: “la ignorancia de esta historia -dice Ovenden- es similar a la que permitió el lento declive de la Biblioteca de Alejandría y creo una vulnerabilidad que condujo a algunas bibliotecas durante la Reforma, entre ellas la de la Universidad de Oxford, a la destrucción”.
El tema no es menor. A manera de conclusión, el autor señala lo que perdemos cuando nos quedamos sin archivos, sin bibliotecas. Las bibliotecas son un apoyo a la educación, favorecen la diversidad de conocimientos e ideas, respaldan el bienestar de la ciudadanía, ofrecen una referencia en la búsqueda de la verdad y contribuyen a la construcción de identidades culturales. Y puesto que un montón de libros no será nunca una biblioteca, va con estas letras mi gratitud a los bibliotecólogos, bibliotecónomos, bibliógrafos, bibliotecarios y archivistas.