A mis dieciocho años entraba a la librería
El Sótano, ubicada en la avenida
Juárez, en la Ciudad de México, a
comprar tímidamente algunos libros
de la serie El volador, de la editorial
Joaquín Mortiz. Ahí compré dos
novelas que me acompañaron algunos
años: Farabeuf, de Salvador Elizondo, y De perfil, de José
Agustín. La primera, tardé años en entenderla. La segunda,
me devoró al instante. A partir de entonces empecé a
seguir a José Agustín en las revistas Pop, Dimensión y
México canta, revistas, todas, de rock y algo de jazz. Cosa
curiosa: hay personas que conozco —decenas, docenas—
que bien podrían ser personajes de sus novelas tanto en el
lenguaje como en las actitudes, cosa, por cierto, que me
parece maravillosa.
José Agustín, el personaje público, también me
sorprendió. Era un rockstar mexicano que, pese a los
años, seguía escandalizando a todo mundo. Pronto, sin
embargo, lo dejé por otras lecturas.
Volví a leerlo a través de Carlos Castaneda —por la
traducción que hizo de El don del águila. Y cuando descubrí
Se está haciendo tarde (final en laguna) me reconcilié con
su escritura. Los demás libros —sobre todo Ciudades
desiertas— mostraron a un José Agustín maduro con el
espíritu del José Agustín adolescente.
Me gustó de él que hubiese tenido un romance con
Angélica María —¡la novia de México!— y que después de
haber dado un discurso incendiario, en el auditorio Che
Guevara, se haya ido con su novia de entonces a beber
unos tragos a un bar de la Zona Rosa. También me gustó el
exilio interior que vivió al dejar la Ciudad de México para
irse a vivir con su familia a su casa de Cuautla, Morelos.
Llevo semanas viendo todos los documentales que
condujo a lo largo de su vida. Incluso vi de nuevo la
película que escribió para Angélica María: Cinco de
chocolate y uno de fresa. Este martes, incluso, disfruté
una serie de programas que hizo con el gran Jordi Soler
sobre los orígenes del rock. Y justo cuando el programa
terminaba, sobrevino la noticia de su muerte.
Nunca crucé palabra con él. Jamás me dedicó algún
libro. (Debí decirle cuánto lo admiraba). Sin embargo, al
momento de enterarme de su muerte tuve sentimientos
encontrados: me sentí bien, pero me sentí mal. Bien,
porque después de su caída en Puebla en 2009, nuestro
héroe perdió su voz eternamente adolescente y todo en
él se volvió lento. Desesperadamente lento. Tanto así
que engordó, envejeció y dejó de escribir. En ese sentido,
me dio gusto que dejara de sufrir. Y me sentí mal porque
empecé a extrañarlo como se extraña a alguien muy
querido. A alguien entrañable y demasiado cercano, casi
casi como un hermano mayor o un primo proveniente de
la primera infancia. Ahora mismo que escribo estas líneas
mi alma se divide entre la felicidad y la tristeza.
Como un tributo sincero a nuestro rockstar, le dejo
al hipócrita lector un texto que escribí sobre su terrible
accidente en el Teatro de la Ciudad de Puebla, en 2009.
Es cuánto.
*
José Agustín ya no va a la FIL aunque lo inviten. Dejó
de ir desde que se cayó de espaldas de una distancia de
tres metros y medio. Cayó en el foso de la orquesta. Esto
ocurrió en la ciudad de Puebla en 2009.
José Agustín había terminado de dar una conferencia
cuando los fans se subieron al escenario del Teatro
de la Ciudad para abrazarlo y besarlo. El escritor fue
dando pasitos leves hacia atrás. Pasos prudentes, pero
disasociados. El vulgo avanzaba en su embestida.
Uno quería una foto, otro quería un autógrafo. Una
señora parecida a Angélica María quería todo: foto,
beso y autógrafo. Hay quienes juran que la señora era
la mismísima Angélica María, quien fue su novia en la
primera juventud. El caso es que esa señora no lo dejaba
en paz, y paso a pasito lo llevó al límite del escenario. El
golpe fue espantoso. Cayó literalmente de cabeza junto a
un piano de cola.
El cuerpo del escritor de la onda quedó como un guiñapo.
José Agustín lloraba del dolor. Lo levantaron y lo llevaron
a la Beneficencia Española. El parte médico fue elocuente:
seis costillas fracturadas y una lesión en el oído izquierdo.
Entró a terapia intensiva.
Le hicieron una resonancia magnética. Ahí detectaron
una pequeña fractura en el piso medio del lado izquierdo
del cráneo. No volvió a ser el mismo. Se fatigaba
muy rápido. Su habla y sus movimientos se volvieron
excesivamente lentos.
Ya no va a la FIL. Sale de su casa de Cuautla cada vez menos.