Después de una larga espera, el día tan anhelado en el que vivos y muertos se vuelven a encontrar llegó y las tumbas del Panteón Municipal, adornadas con flores, veladoras, mole y hojaldras, son la prueba del amor de aquellos que no olvidan a sus seres queridos.
Los pasillos vestidos de pétalos de Cempasúchil enseñan el camino a las puertas del campo santo fundado en 1887, que los difuntos deberán recorrer para que sus almas puedan regresar a lo que en vida fue su hogar para disfrutar los alimentos que sus familias pusieron en su honor.
Unos cuantos pasos bastan para que la ofrenda colocada por personal de la Secretaría de Servicios Públicos del Ayuntamiento de Puebla en honor a Manuel Lapuente, entrenador bicampeón con el Puebla, fallecido el pasado 25 de octubre, le dé la bienvenida a todos los visitantes del panteón.
Enfrente, los mausoleos de las primeras tumbas del cementerio, esas que fueron colocadas hace 138 años en el antiguo Rancho Agua Azul, son tapizadas con cempasúchil y veladoras por los trabajadores del panteón ante la falta de familiares que visiten a los fundadores del campo santo más grande de la ciudad.
Lamentablemente, muchas de los más de 38 mil 800 sepulcros del panteón ya están en el olvido, por lo que trabajadores como Rodolfo Cruz, quien, en las últimas tres décadas convive más con los muertos que con los vivos, son los responsables de cuidar la última morada de personajes como Juan Crisóstomo Bonilla, el cual, a pesar de morir en Veracruz, descansa en el Panteón Municipal de Puebla, aquella ciudad que defendió heroicamente el 5 de mayo de 1862.
Otra de las combatientes de la Batalla de Puebla que fue enterrada en este campo santo es Altagracia Calderón, mujer nacida en Teziutlán, quien es conocida como “La Charra” por su labor como enfermera y su valentía al tomar las armas para impedir la intervención francesa en defensa de la patria, que la ha relegado como una de las heroínas de la historia nacional.
Sin embargo, afortunadamente, aún existen tumbas que son visitadas por sus familiares a pesar del tiempo, y los hermanos Méndez, a sus más de 60 años de edad, son un ejemplo vivo del amor de hijo, al limpiar las tumbas de sus padres a más de tres décadas de su partida.
Llorando, con una escoba en mano, Silvia barre cuidadosamente los alrededores de la tumba de sus padres, enterrados en la primera sección del panteón, mientras su hermano Carlos limpia con agua la cruz que acompaña al sepulcro, para posteriormente, fundidos en un abrazo, prender una veladora que prosiguieron a los rezos con los que piden por las almas de quienes les dieron la vida.
Antes del último beso a la cruz para proceder a retirarse del lugar, Silvia saca su teléfono con el que segundos después hace una videollamada a sus hijos que están en Estados Unidos, y quienes lamentaron no estar con su madre, a pesar del abrazo espiritual con el que ellos, en su hogar, pusieron una ofrenda improvisada a sus abuelos.

