Aún no salen los primeros rayos del sol y don Carlos, con andadera en mano, comienza a prender los hornos en los que minutos más tarde meterá los primeros panes de muerto que venderá ese día, como lo ha hecho desde que tenía 12 años, en la junta auxiliar de San Baltazar Campeche.

Las manecillas del reloj avanzan y, con ellas, la elaboración de la tradicional hojaldra poblana, que será servida en las ofrendas de decenas de familias poblanas dedicadas a sus seres queridos que perdieron la vida. Motivo por el cual Carlos y su esposa, Teresa, siguen trabajando a sus más de 60 años de edad.

En esta familia, la elaboración de pan es un trabajo permanente, pero es en la temporada de Todos Santos cuando toma un significado distinto, al alimentar el alma de vivos y muertos en su tan anhelado reencuentro anual.

Sin embargo, a diferencia de otros años, la ofrenda familiar tendrá una hojaldra especial en memoria de Hermila López Andrade, madre de Teresa, quien falleció a inicios del año pasado; esta será la primera ocasión que le pondrán un altar en casa.

Los rayos del sol poco a poco comienzan a salir y, con ello, las hojaldras empiezan a tomar la forma del pan tan característico que rinde tributo al cuerpo de aquellos que físicamente ya no se encuentran vivos, pero que se mantienen presentes en la memoria de sus seres queridos.

Con el pasar de las horas, los estantes que muestran las hojaldras poblanas comienzan a vaciarse, lo que obliga a los hijos de Carlos y Teresa a retomar la producción de pan, quienes, en unos años, heredarán el legado familiar panadero, que por décadas les ha dado sustento.

Después de un largo día de trabajo, los hornos se apagan mientras el sol llega a su destino final, el ocaso, ante el cual algunos rayos de luz se resisten a desaparecer, tal como sucede con los lazos familiares que unen a esta familia gracias a la tradición del pan de muerto.