En los albores del siglo XXI, el capitalismo ha mutado hacia un modelo sin precedentes que trasciende las tradicionales transacciones comerciales basadas en bienes y servicios: el capitalismo vigilante. Esta nueva forma de economía está basada en datos y vigilancia. El término se popularizó gracias a Shoshana Zuboff, catedrática de la Harvard Business School. Zuboff describe este fenómeno como una nueva forma de capitalismo que busca predecir y modificar el comportamiento humano como vía para producir ingresos y beneficios comerciales. Empresas emblemáticas de este modelo, como Google, Facebook y Amazon, han hecho de los datos personales la moneda de cambio en un mercado donde los usuarios parecen ser los principales beneficiarios.
A primera vista, la prestación de servicios que ofrecen estas empresas parece gratuita y en favor del consumidor. Sin embargo, detrás de esta fachada de gratuidad se oculta un precio: el acceso a cantidades inimaginables de datos personales. Estos datos se utilizan para alimentar algoritmos que predicen comportamientos, gustos y tendencias, permitiendo a las empresas anticipar y, en muchos casos, dirigir nuestras decisiones de manera sutil pero efectiva.
Esta nueva dinámica no solo redefine la relación entre empresas y consumidores, sino que también reconfigura el equilibrio de poder en nuestra sociedad. Las empresas que dominan el capitalismo vigilante tienen una capacidad sin precedentes para influir en decisiones individuales y colectivas. Este poder puede ser ejercido sin el conocimiento o consentimiento de los individuos, lo que plantea serias preocupaciones éticas y democráticas.
A pesar de la protección de datos y la privacidad ser temas recurrentes en el debate público, el capitalismo vigilante encuentra su camino en la ambigüedad de la era digital. Por un lado, clamamos por servicios personalizados y experiencias a medida; por otro, expresamos preocupaciones sobre la invasión de nuestra privacidad. Esta dualidad refleja la complejidad de navegar en un mundo donde la línea entre comodidad y control es cada vez más tenue.
Es imperativo fomentar un debate informado sobre el papel de estas megacorporaciones en nuestra sociedad. Necesitamos políticas robustas que protejan los derechos individuales y limiten la acumulación desmedida de poder. La educación digital debe ocupar un lugar central, empoderando a las personas para que comprendan y controlen sus datos. Es nuestra responsabilidad colectiva moldear este futuro, garantizando que el progreso tecnológico vaya de la mano con el respeto a la dignidad y autonomía humanas. El presidente Biden está, por su lado a punto de anunciar las primeras regulaciones en materia de Inteligencia Artificial.
A medida que el capitalismo vigilante se arraiga más profundamente en nuestras vidas, emerge una consecuencia inquietante: la reducción del individuo a meros conjuntos de datos. Nos encontramos en una era donde nuestros comportamientos, gustos, aversiones y decisiones son desglosados y analizados hasta el punto de ser convertidos en patrones algorítmicos. Esta mecanización del ser humano eclipsa nuestra esencia, nuestras emociones y nuestro libre albedrío. Nos transformamos, a ojos de las corporaciones, en algoritmos deshumanizados, predecibles y moldeables. La riqueza y complejidad de la experiencia humana se ve amenazada cuando somos vistos no como individuos con historias, sueños y temores, sino como meros puntos de datos en una vasta red de información. Esta perspectiva no solo socava nuestra individualidad, sino que también plantea preguntas sobre el valor intrínseco de la humanidad en un mundo dominado por la tecnología.
Heidegger en El provenir de la técnica alertaba contra ello. La deshumanización que emerge del capitalismo vigilante no es meramente una abstracción teórica, sino una realidad que se infiltra en la intimidad de nuestras vidas privadas. Desde una perspectiva filosófica, la transición de considerarnos seres humanos con una esencia y dignidad innatas a simples conglomerados de datos tiene implicaciones profundas para nuestra autoconcepción y nuestra relación con el mundo.
Esta reducción algorítmica socava la noción existencialista de que la existencia precede a la esencia. Es decir, bajo el yugo del capitalismo vigilante, no somos seres que determinan su esencia a través de decisiones y acciones autónomas; en cambio, nuestra esencia es predefinida, moldeada y anticipada por algoritmos que nos conocen a través de nuestras huellas digitales. Esta predefinición suprime nuestra libertad de autodefinirnos, poniendo en peligro la autenticidad de nuestra existencia.
Nuestra profunda deshumanización altera nuestra relación con el Otro, en términos sartreanos. Si nuestra interacción con los demás está mediatizada por plataformas que nos presentan una versión algorítmica de nosotros mismos, la genuina conexión intersubjetiva se ve eclipsada. Ya no encontramos al Otro en su plenitud y complejidad, sino a través de filtros y predicciones basadas en datos. Nadie es tan inteligente como su Twitter, tan feliz como su Facebook, tan perfecto como su Instagram y sin embargo nuestra relación con el Otro está ya mediada por su persona digital.
A nivel ontológico, al ser tratados como meros datos, corremos el riesgo de perder nuestra “ser” en el sentido heideggeriano, ese sentimiento de ser arrojados en el mundo y de enfrentarnos a nuestra propia finitud. En lugar de vivir la angustia y la maravilla del ser-en-el-mundo, vivimos ya atrapados en un simulacro digital que nos aleja de la realidad bruta y sin filtrar.
Esta deshumanización también erosiona nuestra capacidad de contemplación en el sentido aristotélico. Si nuestra vida privada se reduce a una serie de interacciones predecibles y optimizadas por algoritmos, perdemos la capacidad de contemplar, de maravillarnos y de buscar un propósito más elevado en nuestras vidas.
La deshumanización algorítmica del capitalismo vigilante no solo nos aleja de nosotros mismos, sino que también nos distancia de los demás y del mundo en sí. Se habla hoy de “desintoxicación digital”, pero no basta. No basta dejar el celular en el cuarto de junto o apagado, requerimos volver a la naturaleza, a hacer cosas con nuestras manos, a vivir en lo analógico, sin mediación del algoritmo. Tal vez allí empiece nuestra libertad.