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jueves, julio 17, 2025

La libertad de expresión no se negocia

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En días recientes, diversas acciones legales y campañas públicas han encendido el debate sobre los límites de la libertad de expresión en México. Algunas autoridades y figuras públicas han señalado a ciertos medios de comunicación por supuestamente exceder esos límites y caer en la calumnia, la difamación o la “desinformación”. Sin embargo, detrás de esa narrativa se esconde una intención más peligrosa: utilizar la ley para acallar la crítica, restringir la conversación pública y, en última instancia, desactivar una de las garantías fundamentales de una sociedad democrática.

La libertad de expresión no es solo un derecho individual, reconocido por la Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos; es un pilar estructural de la democracia. Su existencia garantiza que las ideas fluyan libremente, que los poderes públicos sean objeto de escrutinio y que el disenso no sea castigado, sino valorado como parte del diálogo social. Atentar contra los medios que ejercen esa función, aun cuando incomoden, irriten o contradigan, es atentar contra el derecho de la sociedad a informarse, a debatir y a formar criterio propio.

Este derecho, sin embargo, no es absoluto. Existen límites legítimos para proteger otros derechos, como la honra, la privacidad o la seguridad. Pero estos límites deben aplicarse con suma cautela y bajo estándares internacionales como el de la malicia efectiva, establecido por la Suprema Corte de Justicia y retomado de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Según este principio, para que una figura pública logre sancionar a un medio por expresiones ofensivas, debe probar que hubo intención dolosa, es decir, que se difundió información falsa a sabiendas de su falsedad o con un desprecio temerario por la verdad. No basta con sentirse agraviado ni con señalar errores: debe probarse la intención de dañar.

Esto es especialmente relevante porque la crítica política y el periodismo de investigación no pueden sobrevivir en un entorno donde cualquier expresión incómoda es perseguida judicialmente. El uso del aparato legal para intimidar, demandar o censurar medios y periodistas debilita la democracia, y envía un mensaje claro: “no critiques o serás castigado”.

Sí, hay discursos que buscan hacer daño. Pero el derecho tiene los instrumentos para procesarlos sin convertirlos en excusa para la censura. Los límites existen, pero deben estar al servicio de la libertad, no de su represión.

Hoy más que nunca, cuando la polarización se alimenta desde el poder, y los medios son blanco de acusaciones, es vital defender la libertad de expresión no como un capricho elitista, sino como una garantía colectiva. Si permitimos que la crítica sea silenciada bajo el disfraz de la legalidad, mañana serán acalladas también las voces que hoy callan.

En palabras del constitucionalista argentino Germán Bidart Campos, “una constitución democrática no puede tolerar que la libertad de expresión sea objeto de represalias, porque sería el preludio de la tiranía”. La función de la libertad de expresión en el orden constitucional no es sólo permitir que se hable, sino garantizar que el poder sea cuestionado sin temor. Y cuando el poder no puede ser cuestionado, lo que hay no es Estado de derecho, sino autoritarismo con apariencia legal.

La misma Corte Interamericana ha sostenido “La libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública (…) Es, en fin, condición para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada. Por ende, es posible afirmar que una sociedad que no esté bien informada no es plenamente libre”

Defender la libertad de expresión hoy es defender la democracia del mañana. No hay neutralidad posible ante el intento de silenciar la crítica. Porque la voz libre es la primera línea de defensa contra el abuso del poder.

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